viernes, 30 de noviembre de 2012

Era Obvio... (Publicado por El Mostrador)


Absolutamente predecible. Nada que el sentido común no pudiera anticipar. Eso es lo único sensato que se puede decir de las acreditaciones fraudulentas; por eso la sorpresa de algunos es ridícula y el escándalo de otros, farisaico. Porque la sola existencia de una entidad ‘acreditadora’ de la educación es de por sí absurda; que esa institución no consiguiera los objetivos para los que fuera creada (y que algunos de sus funcionarios fueran cómplices de un engaño) no tiene, por tanto, nada de extraño.

Sí. La existencia de una Comisión Nacional de Acreditación es absurda; porque para cumplir una función de esa naturaleza- supuesto que fuera posible- lo primero que se tiende a hacer es algo que va en desmedro de la educación: estandarizar. Y aunque la uniformidad pueda ser funcional para los efectos de medir, y en apariencia ofrezca un criterio perfecto de objetividad para hacerlo, atenta en este caso contra lo mismo que se quiere conseguir.

Las instituciones acreditadoras, las pruebas de selección múltiple, la PSU, el Simce y en general todos los mecanismos de medición ‘objetiva’ confabulan contra la educación, y están lejos de ser algo accidental al problema de fondo que de hecho tenemos… la proliferación de niños y de jóvenes idiotas.

La existencia de una Comisión Nacional de Acreditación es absurda, insisto. No solo por lo que ya se ha dicho, que es suficiente, sino también porque para poder acreditar algo así como la calidad de una institución de educación, se necesitarían competencias bastante peculiares y escasas ¿O alguien creía realmente que este grupo de individuos que dedicaba su tiempo a emitir certificados se parecía en algo al Consejo de Ancianos de la Antigua Grecia? ¿Quiénes son, realmente, estos funcionarios públicos? ¿Qué méritos objetivos pueden acreditar, ya que tienen autoridad para acreditar a otros? ¿Era posible pensar, por un minuto siquiera, que podían hacer bien su trabajo solo porque disponían de un Checklist perfectamente estandarizado para darle o no humo blanco a las instituciones de educación?

Por otra parte, y dejando de lado las competencias profesionales que muy probablemente no tienen para hacer lo que se supone que hacen ¿Hay alguna razón para suponer que los acreditadotes tienen una probidad moral que de antemano se le niega a los acreditados? ¿En virtud de qué un funcionario público estaría, a diferencia de un privado cualquiera, libre de la tentación de sacar provecho personal de un  negociado? ¿O por qué una mayor estatización del mecanismo podría garantizar que no se repita lo ocurrido?  

Es absurda la existencia de la CNA, es ridícula la sorpresa y farisaico el escándalo ante la noticia de cohecho. Las propuestas de solución, por su parte, son irrisorias: la idea de resolver el problema pidiendo certificación internacional podría ayudar  en algún sentido, pero subsistiría el problema de fondo, que no es el fraude.

Era obvio que podía ocurrir, era obvio que de hecho ocurría, y si hubo quienes jamás lo sospecharon o que no entendieron esta columna, será porque no tenemos educación de calidad…

martes, 21 de agosto de 2012

Pitronello es un buen niño ¡No quiso asustar a nadie! (Publicado por El Mostrador)


Todos dicen- a propósito del caso Pitronello- que hay que cambiar la ley; yo propongo algo mucho más simple: cambiar a los jueces. Porque uno puede estar de acuerdo en que tipificar una acción tiene sus dificultades; y puede conceder también que hay casos en los que es difícil determinar si una acción concreta cae o no dentro de una acción tipo.

Pero el fallo al que me refiero dice mucho más de la ineptitud de los jueces que de la ambigüedad de una ley. Ineptos, así llamaría yo a quienes no tuvieron capacidad de comprender cuestiones básicas de la teoría de la acción, que eran suficientes para los efectos de fallar con sentido común y en perfecto apego a la ley.

Porque cualquier juez sabe que el acto terrorista no puede calificarse como tal por la simple referencia a la materialidad de la acción. Un artefacto explosivo se puede usar para vulnerar cerraduras, para realizar demoliciones e incluso como medio de trabajo en la minería. La afirmación “Pitronello hizo detonar un artefacto explosivo” no dice, por tanto, nada; ni siquiera es suficiente como para saber si el rebelde sin causa cometió un delito y en ese punto estamos todos de acuerdo.

Cualquier juez sabe también (o debería saber) que las acciones tienen una entidad propia, que tienen cierta independencia respecto de la intención del agente. Si un hombre le da a su mujer con un hacha en la cabeza podrá justificarse (incluso sinceramente), diciendo que su intención no era matarla sino descargar su ira; pero esa intención suya no lo librará ante ningún tribunal de ser condenado por asesinato. No al menos si usa ese argumento en su defensa. La intención del agente no permite obviar la finalidad propia de ciertas acciones: es lo que ocurre en este caso.

Cuando un hombre instala un artefacto explosivo en un lugar público (al que habitualmente acceden civiles) y lo hace a sabiendas de que puede causar daños graves (e incluso la muerte)… cuando un hombre hace eso y explica su acto en términos de ‘protesta social’, y el tribunal no considera que haya méritos para hablar de acto terrorista, uno se preguntan si no coincidieron en la misma esquina una cara de r… y un juez incompetente. Uno se pregunta, también, si el problema tiene que ver solamente con la ambigüedad de la ley o con la incompetencia del juez. Porque una misma acción puede tener más de una intención. Una directa, por ejemplo, y otra indirecta. Que Pitronello quisiera manifestar cierta disconformidad social, que esa fuera su primera intención, no excluye que utilizó métodos para hacerlo que amedrentan. De lo contrario, habría salido a la calle a protestar o, en su defecto, habría mandado una carta al Mercurio para declararse indignado.

En mi opinión, este caso demuestra además una cuestión de fondo más grave, que tiene que ver con la tendencia creciente a crear realidad por la vía del lenguaje. Es lo que se hace cuando se dice que un carabinero ‘reprime’ porque golpea o aprehende al que tira piedras. Es lo que se hace también cuando se afirma que un mapuche ‘exige justicia’ con la quema de fundos o camiones. O cuando se dice que los estudiantes ‘protestan contra el sistema’ cuando destruyen el mobiliario de sus colegios o los transforman en centros de tomatina. No es nada nuevo: la creación de realidad es una práctica ancestral de  la política, lo que preocupa es que los jueces no dispongan de herramientas conceptuales para hacerle frente.

Pitronello es un buen niño. No quiso asustar a nadie y solo infringió la ley de armas; podría haber estado cazando sin los permisos correspondientes y su sanción sería más o menos la misma.

miércoles, 8 de agosto de 2012

Yo no tengo por qué pagar la educación de su hijo (Publicado por El Mostrador)

Que su hijo tiene derecho a ser educado es algo que yo no cuestiono. Me consta por experiencia que el estado natural de un niño es la barbarie, como me consta también que eso del ‘buen salvaje’ es verdad solo en un cincuenta por ciento. Que su hijo tiene necesidad urgente de ser educado y que eso lo constituye en sujeto de un derecho me parece, por tanto, indiscutible.

Lo que despierta en mí cierta curiosidad es saber si usted considera que su hijo puede reclamar ese derecho ante alguien que no sea usted, y digo ‘alguien’ porque el Estado no genera riqueza; si usted busca financiamiento en las arcas fiscales da por sentado (consciente o inconscientemente) que alguien debe pagar la educación de su hijo en subsidio suyo.

En todo caso, no se inquiete por esta curiosidad mía: la semana pasada el Gobierno presentó un proyecto de reforma tributaria pensado para solventar los gastos de educación de su hijo; y hasta donde sé, nadie ha hecho cuestión del asunto y nadie se atreverá, tampoco, a preguntar públicamente en virtud de qué usted considera que otro ser humano tiene deberes para con su hijo (Deben ser muy pocas las personas que piensan- como yo- que usted es el único verdaderamente obligado por el derecho a la educación que tiene su hijo).

De todas formas, usted no es el único que tiene interés en que su hijo se eduque, porque la educación disminuirá el riesgo de que él se transforme en un delincuente y contribuir a esa causa será una forma de pagar por la propia seguridad. Pero de ahí a que usted pretenda hacerle sentir al mundo que tiene un deber para con su hijo, hay una distancia más o menos importante ¡Para qué decir cuando ese deber lo funda usted en la culpa que tienen algunos de tener más que usted!

Y no me llame egoísta, porque lo que está en juego y lo que yo discuto no es la eventual ayuda que su hijo pueda recibir, sino esa pretensión cuya de hacer pasar esa ayuda por una obligación.

Tampoco intente convencerse a sí mismo o a los demás de que sin educación superior el futuro de su hijo se vislumbra negro, porque no es verdad. Y si llegara a serlo, sería única y exclusivamente porque usted no cumplió con su parte. Porque el color del futuro de su hijo depende, mucho más que de su educación formal, de todo lo que haya aprendido en la familia. Negro será, por lo tanto, si usted gasta más en sus zapatillas que en sus libros, o si su hijo pasa más tiempo frente a la pantalla que con usted. Negro será también si usted no entiende que esa función suya de educador no es algo que se pueda delegar. Negro y muy negro será el futuro de su hijo, si es que usted le hereda esa tendencia suya tan chilena a esperar que las oportunidades caigan en sus brazos como por obra del azar.

Yo no tengo por qué pagar la educación de su hijo; y si lo hago, será por conveniencia personal y no en virtud de la pena que usted me impone por la culpa de haber nacido en (o de haber alcanzado) una posición mejor que la suya.

Yo no tengo por qué pagar la educación de su hijo. Y si me equivoco, dígame exactamente en qué.

miércoles, 1 de agosto de 2012

Y los muchachos del barrio la llamaban loca (Publicado por El Mostrador)


Desde Buenos Aires...

Quizá sea por lo que hace o simplemente por su forma de mirar, pero Cristina no goza de popularidad entre los taxistas de su país. Y la verdad es que hasta ahora no encuentro a ningún partidario suyo en Buenos Aires; sus detractores me informan que viven en provincia.

El hecho es que cuando le pregunté a uno de oposición cómo fue que la mujer de mirada profunda obtuvo más del 50% de los votos, la respuesta fue tajante: “Porque uno de cada dos argentinos es descerebrado”. Y aunque en cinco días no encontrara yo a ninguno que cayera bajo esa descripción, debo rendirme a la evidencia de que Cristina fue elegida democráticamente.

Sí, la misma que tiene al rugby argentino sin pelotas porque las que se debían usar están retenidas en la aduana… fue elegida democráticamente. La que decidió promover la industria nacional al precio de que adquirir ciertos productos importados fuera prácticamente imposible… fue votada por más de la mitad de los electores argentinos.

Ella, Cristina, es también la responsable de que los argentinos tengan un límite para el retiro de sus dineros del banco…límite sobre dineros que les pertenecen; y la que hace pocos días fijó una restricción en el monto para la compra de dólares. El Gobierno de Cristina es el que tiene subejecutado el presupuesto para salud y  seguridad, mientras el proyecto llamado “Fútbol para todos”, recibe recursos extraordinarios. Y el Gobierno de Cristina fue también el que echó mano del ahorro de los pensionados para resolver problemas financieros del Estado. Cristina es además la que hace un par de días llevó de paseo a los presos a dos eventos kirchneristas.

Cristina es- en suma- de los políticos que cree en la libertad y en el derecho de propiedad tanto como en su facultad de hacer excepciones (prudencialmente, por cierto), cuando hay un fin que lo justifica. Y si se me pidieran que la definiera en una sola palabra, diría que es ¡una optimista! una convencida de que puede triunfar lo que ya fracasó, y funcionar lo que nunca resultó.

Pese a todo, Cristina no es popular entre los taxistas de Buenos Aires. Todos ellos empiezan hablando de sus políticas y terminan mirándome fijo y con los ojos bien abiertos, para decirme en voz baja: “¿Y sabe qué, señora? ¡Es loca!”.

Pero yo defiendo a Cristina, ella no tiene la culpa de existir. Son las riquezas naturales de su país, la desidia de la clase alta y la falta de educación de la mitad de sus electores, los que han inflado a la muñeca de plástico. Y aunque en el último tiempo se haya hablado mucho en nuestro país de la educación como un derecho humano, lo que este viaje me hizo entender es que el subsidio a la educación de otros responde al instinto más básico de supervivencia… si uno no quiere terminar siendo gobernado por uno que peina la muñeca. 

miércoles, 25 de julio de 2012

El pecado de los ricos (Publicado por El Mostrador)


Por si usted no lo sabe, muy pocas de las fortunas que hay en Chile son heredadas; y  ninguna de ellas proviene de esas familias que hace un par de siglos integraban la supuesta aristocracia castellano-vasca del país. Porque ni Paulmann ni Luksic ni Cueto son hijos de los padres de la patria; y Matte, que es el único castellano, no es aristócrata.

Si vamos a hablar de los ricos comencemos entonces por decir las cosas como son: los chilenos más ricos son nuevos ricos o noveau riche, como dice el siútico que- envidioso- desconoce el valor moral que se necesita para hacer una fortuna y se lo concede al hecho de heredarla.

Porque en los orígenes de alguien que se hizo rico con un emprendimiento hay una decisión valiente y por lo tanto, meritoria: la disyuntiva que enfrentó ese hombre (que hoy es rico y que hasta hace poco no lo era) no fue ¿Sigo siendo empleado o me hago rico? ¡No! La disyuntiva fue cambiar la seguridad de un empleo por una posibilidad remota de éxito (No por causalidad la mayor parte de los hombres prefiere ser dependiente, perfectamente legítimo siempre y cuando quienes toman esa opción comprendan que la tienen porque hay otros que asumen riesgos por él).

Ser un nuevo rico, haber hecho fortuna emprendiendo (no especulando) es meritorio, muy meritorio; y ese mérito solo es posible para quien tiene ciertas virtudes como la valentía, la magnanimidad, la fortaleza, la laboriosidad… Porque en el camino de cualquier emprendimiento hay dificultades: la dificultad de encontrar a personas idóneas para un cargo porque no existen o porque, si existen, son especies en vía de extinción; la dificultad de la indolencia de quienes creen que su trabajo consiste en ‘tratar de’ y no en ‘lograr que’; la dificultad del burócrata de turno que cobra peaje por dejar vivir. En fin, la dificultad de vivir resolviendo problemas sabiendo que a fin de mes, el consuelo de ‘haberlo intentado’ no sería  suficiente.

El que ha hecho fortuna como dueño de supermercado, vendiendo maní o procesando áridos, es por eso sujeto de toda mi admiración y respeto. Pero hay algo, una sola cosa, que no puedo perdonarle y que expresaba muy bien el personaje de una novela que estoy leyendo: “Ha cometido el peor de los pecados, ha aceptado una culpa inmerecida”.

Cada vez que se le ha llamado explotador… y ha guardado silencio. Cada vez que se le ha dicho que debe pagar más porque tiene más… y no ha dicho nada. Cada vez que se le ha considerado culpable por la obra de su vida… y lo ha aceptado como si fuera cierto. Cada vez que ha hecho eso, ha avalado con su silencio una mentira.

Una mentira que no tiene que ver con él ni con su empresa, tampoco con tal o cual otro empresario… una mentira que afecta la verdad más profunda de las cosas. Una mentira que de instalarse en el alma nacional, acabará siendo la ruina del país.

jueves, 7 de junio de 2012

Repita conmigo: el lucro no es pecado (Publicado por El Mostrador)


 No se me puede olvidar la impresión que tuve el año pasado cuando en medio de una diatriba contra el lucro, Camila Vallejo dijo textualmente “que las carreras universitarias deben asegurar la rentabilidad futura”. Sin darse mucha cuenta y en un lenguaje bastante impreciso, quiso significar más o menos esto: usted educador no puede lucrar a costa de mi educación; yo estudiante, exijo garantías de que podré hacerlo el día de mañana.

El hecho es que el escándalo de la Universidad del Mar ha vuelto a poner al lucro en el ojo del huracán y se ha constituido en la prueba que faltaba para demostrar que el deseo de ganar dinero es intrínsecamente perverso. Perverso, como es obvio, cuando anima al que está en una posición de poder; y perfectamente legítimo cuando viene de su contraparte.

Ahora bien, la acogida que ha tenido el discurso contra el lucro y la facilidad con que se enciende la pasión cada vez que sale el tema al tapete no se explican exclusivamente, como uno pudiera pensar, por la estupidez...

Ciertamente, ella contribuye con generosidad a que el ciudadano promedio no sea capaz de distinguir entre el afán de lucro y la estafa (distinción que por sí misma sería suficiente para entender que el lucro no tiene la culpa de nada). Contribuye también a que pocos detecten el doble estándar con que esta demanda ciudadana se formula; y contribuye por último a que el que la padece (me refiero a la estupidez) no vea los efectos positivos que el afán de lucro produce en la sociedad.

La estupidez contribuye… pero lo que verdaderamente enciende la polémica es el resentimiento. De otra forma no se explica ese moralismo extremo que súbitamente se introduce en la discusión; porque perfectamente legítimo sería quejarse de que las reglas del juego permitan que una universidad funcione sin el más mínimo estándar de calidad. Perfectamente legítimo también alegar que no ha cumplido con la ley. Pero no veo por qué lo ocurrido con esa universidad podría justificar que, de pronto, haya tantos interesados en librar al prójimo del pecado de avaricia, como si las leyes pudieran o debieran proponerse semejante fin.

Es el resentimiento el que ve un pecado en el hecho de querer ganar dinero. Y un pecado gravísimo en querer ganarlo en abundancia. Es el resentimiento el que transforma el hecho de haberlo conseguido en una culpa que amerita una pena. Es el resentimiento también el que oculta su propia naturaleza introduciendo en la discusión consideraciones morales de cuarta categoría. Es el resentimiento el que aborrece la competencia, porque entre la posibilidad de ganar y la seguridad de arruinar al que ya ganó opta siempre por lo segundo.

La estupidez y el resentimiento son las que han convertido al lucro en la madre del cordero y las que hacen inoficioso el esfuerzo de escribir una columna como ésta: porque el resentimiento no se pasa con argumentos y la estupidez no tiene remedio.

miércoles, 30 de mayo de 2012

No me perdone ni me pida perdón (Publicado por El Mostrador)


Usted y yo tenemos cosas que perdonar; en mayor o menor medida, todos hemos sido víctimas de alguna injusticia. Y aunque el sentido de la elegancia nos impida ir de mártires por la vida, sabemos que las razones estéticas no alcanzan para desterrar del alma esa semillita de resentimiento que cada chileno alberga en su corazón.

Por eso, hoy quiero conminarlo a no perdonar a quienes usted considera sus deudores. A no perdonar nunca y nada, si el perdón que usted ofrece quedará registrado en actas y lo convertirá en acreedor perpetuo de quien le ha ofendido. A no perdonar jamás, si su perdón no va acompañado de una sincera pérdida de memoria…

Porque perdonar y olvidar son en buena parte lo mismo; con un olvido que no es olvido del agravio (de los que puede producir un TEC), sino de esa rabiecilla que el agravio dejó en su corazón. Perdonar ¡perdonar en serio! es una forma sublime de olvido, un acto de suprema elegancia.

Perdonar algo es también perdonar a alguien. Trascender el acto para llegar a la persona y, en ese sentido, buscar razones. Justificar, si quiere. Porque cambiar los afectos nefastos de la rabia sin ayudarse de la inteligencia es imposible, a menos que usted sea de los que controla sus afectos a voluntad.

Si usted no sabe perdonar, por tanto, mi consejo es que no lo haga; porque mucho más noble es su rencor que la profanación de una realidad sagrada. Sobre todo ahora que se ha vuelto moda exigir a los demás el reconocimiento de sus errores, mientras se hace caso omiso de los propios; moda que incluye también interpelar a otros para que hagan una autocrítica para decir (después de que esa autocrítica se ha producido), que ella fue del todo ‘insuficiente’. El Museo de la Memoria, el escándalo por las declaraciones de Aylwin, las críticas a la petición de perdón que hizo Piñera, demuestran que tengo toda la razón… como siempre.

Por eso insisto, no perdone ni pida perdón. No caiga en la trampa de falsear el perdón haciendo como si perdonara cuando no está ni remotamente cercano a hacerlo; tampoco reconozca culpas que usted no tiene, porque el perdón es por definición un acto personal.

No me perdone ni me pida perdón… no hasta que los dos nos tomemos en serio este asunto.

sábado, 19 de mayo de 2012

Sub Terra (Publicado por El Mostrador)


El segundo Piso de Palacio merece un up-grade y la idea de situarlo Sub Terra no me parece mala. Mal que mal, la mayoría de sus habitantes es joven y podrá resistir bajo tierra más tiempo que los mineros; hablo de jóvenes de verdad… no de cuarentones con complejo de ser el ‘rostro’ de la renovación. Jóvenes y eficientes, porque todos están perfectamente calificados y ¡no lo dudo! trabajan como chinos. Un poco menos de luz solar no afectará en nada, por tanto, su rendimiento ni su ya evidente miopía.

Una medida como ésta tampoco puede ir en detrimento de la autoestima del grupo al que me refiero. Yo he estado en esas locaciones y si hay algo que abunda en ellas son los winners, al lado de los cuales hasta yo me siento insegura.

En fin, Sub Terra puede ser un lugar agradable o al menos justo para quienes, a juzgar por los resultados, no han hecho bien la pega. Aunque, hay que reconocerlo, su tarea de aumentar la popularidad del Gran Jefe era algo cercano a una misión imposible.

Y no la han hecho bien porque representan fielmente lo que yo llamaría la derecha frívola…

Una derecha eficiente y experta en materia de gestión. Consciente de la importancia de no despilfarrar recursos públicos. Una derecha que cree en el libre mercado pero que no tiene ninguna idea de lo que quiere, más allá de una buena administración. Una derecha que no duda al momento de enarbolar banderas ajenas no porque sea populista, sino simplemente porque no tiene ninguna que sea propia.

Una derecha que en el fondo no es de derecha, porque no cree en el individuo y en su libertad y cuya única respuesta o diferencia respecto de la izquierda tiene que ver con el tamaño del Estado.

Una derecha que cree posible alimentar al pequeño socialista que cada chileno lleva dentro suyo y que se olvida de la necesidad de cambiar el alma de un país alicaído cuya mentalidad promedio lo llevará a la ruina.

La derecha ¡la derecha genuina! tiene una idea del hombre, del trabajo y de la sociedad, y sus convicciones en materia económica son solo una prolongación o una expresión más de esas ideas. Por lo mismo, comprende que para resolver los problemas sociales no basta con tener un correcto modelo de administración.

Esa derecha, la original, sabe que si el alma de un país es socialista, el modelo económico solo sirve, finalmente, para administrar deudas… es lo que ocurre en Francia y en España.

Sub Terra… esas son las dependencias que debería usar el Segundo Piso de la Moneda y en la superficie, una lápida: QEPD. Porque hay Presidentes que simplemente no han sabido hacer lo más básico de lo básico: elegir bien a sus asesores.

Que las cosas han sido difíciles, nadie lo duda. Que este Gobierno ha trabajado más y mejor que los Gobiernos anteriores, tampoco. Que no tiene ideas y que al hilo del activismo parecen haber perdido (o no haber tenido nunca) un norte… es sin embargo evidente.

Sub Terra ¿Golborne al rescate?

miércoles, 9 de mayo de 2012

A la Nina, con cariño (Publicado por El Mostrador)


Hoy en la mañana hablé con la Nina, una mujer encantadora que trabaja en la portería del colegio de mis hijas. Trataba de explicarme lo obvio: “Solo quería advertirle a esa señora que no iba a poder pagar este colegio y no sabía cómo decírselo”. Se quejaba de haber aparecido como la mala de la película en un reportaje de Contacto y de haber sido puesta en el banquillo de los acusados por el delito de discriminación.

Y es que una periodista tiene derecho a investigar y me parece perfectamente legítimo que se ponga el delantal de empleada para averiguar hasta qué punto ese uniforme puede determinar el trato que recibe una persona. Tiene derecho a investigar, pero no a sacar cualquier conclusión de un experimento que tiene fallas metodológicas serias. Eso fue lo que hizo el equipo de Contacto, investigar tratando de confirmar la hipótesis de que algunos colegios privados discriminan por condición social. La prueba de ensayo fue tan burda, sin embargo, que las conclusiones que sacaron de ella no tienen valor alguno.

Porque si la periodista en cuestión hubiera entrado al restorán más caro de Santiago vestida con el mismo uniforme y hubiera pedido, sin consultar la carta, un vino que costaba 300 mil pesos, probablemente también habría sido advertida por el mozo sobre lo que estaba haciendo ¿Es suficiente una advertencia de este tipo como para concluir que en ese restorán se discrimina por condición social? En absoluto. A algunos les parecerá impertinente la intromisión del mozo, pero a mí su silencio me hubiera parecido irresponsable.

Lo que hizo la Nina fue exactamente eso: advertirle a una mujer vestida de empleada sobre lo difícil (si no imposible) que sería para ella costear una educación de ese tipo para su hija. Podría no haberlo hecho, podría haberle dado cauce a la solicitud de la mujer pensado “desengáñese usted misma”, podría no haber perdido tiempo dando explicaciones… podría, pero la Nina es en esencia una buena mujer.

Por eso, y más allá del legítimo derecho que tiene un colegio para discriminar por las razones que estime convenientes en función de su proyecto educativo, lo que me importa ahora es hablar de la Nina y de la falta de rigor del reportaje en cuestión.

Porque los periodistas que hicieron el reportaje no pueden desconocer algo tan  obvio como que en los colegios particulares todo contribuye a que se produzca una especie de selección natural. El valor de la colegiatura, el lugar donde un colegio tiene sede, el costo de los materiales de estudio, las horas que se destinan a la enseñanza del inglés, las instalaciones deportivas ¡todo! determina que finalmente quienes tengan acceso a ellos sean personas de una determinada condición social. Pero de ahí a calificar esa selección espontánea como la razón misma de la discriminación, hay un salto lógico inaceptable. Que un restorán caro sea, en la práctica, un lugar que solo frecuentan los ricos es algo radicalmente distinto a que ese restorán prohíba de modo directo la entrada de los pobres.

Esa simple distinción, tan obvia por lo demás, era lo menos que se le podía pedir al reportaje y lo menos también que se merecía la Nina.

jueves, 26 de abril de 2012

Historia de un café (Publicado por El Mostrador)


Hace pocos días estaba tomando café con un amigo de izquierda. La verdad es que me disponía a pasar con él un rato agradable hasta que frustró todas mis expectativas con esas típicas preguntas odiosas suyas: “¿Viste Tere, que tu Gobierno le quitó a los Bancos el negocio de los créditos?”. “Sí” le respondí escueta, con la esperanza de que la conversación derivara en Serrat o en Silvio (donde podemos tener acuerdos). Pero insistió: “Y no solo sacó a los Bancos, Tere, sino que metió al Estado”.

El hecho es que me obligó a dejar el café y a olvidarme de la música, para hacerle algunas aclaraciones.

La primera de ellas es que cuando hablamos del Gobierno de Piñera, no estamos hablando de mi Gobierno. Un Gobierno que yo pudiera considerar propio tendría que tener, a lo menos, un ideario. Por último, un ideario equivocado ¡pero ideario al fin! Es obvio que este Gobierno tiene un concepto claro de lo que es una buena gestión y es evidente también que administra los recursos de manera más eficiente que los Gobiernos anteriores… pero eso no es lo que yo considero tener ideas.

Y tan cierto es que carece de ellas, que ha sido incapaz de marcar pauta, y ha tenido que destinar gran parte de sus energías a dar solución a los conflictos (reales o imaginarios) que promueve la izquierda. Como cierto también es que todas las iniciativas que ha promovido han tenido el sello de la izquierda… que haya tratado de implementarlas sin hacer un despilfarro grosero de recursos no es razón suficiente como para pensar que tienen su origen en ideas de derecha.

La cosa es que ni este Gobierno es mi Gobierno, ni los Bancos son instituciones que me resulten simpáticas; para ser precisa, es un rubro que despierta mi más profunda desconfianza. Y estoy segura: sus dueños no son ni partidarios del modelo ni hombres de derecha, sino más bien defensores de sus propios intereses... fieros guardianes del poder que les da el hecho de financiar a los políticos. Si alguna vez alguien pensó que mi defensa del empresariado apuntaba a individuos de este perfil, no entendió nada.

En ese sentido, podría alegrarme de que el negocio de los créditos para la educación dejara de estar en manos de estas instituciones. Podría alegrarme, si no fuera porque no veo el problema en la intervención de privados, sino en un sistema de incentivos pensado con los pies; donde operaba lo que se quiera, menos el mercado.

Podría alegrarme también de que el negocio pase a manos del Estado y bajen las tasas de los créditos. Podría, si tuviera como la izquierda, esa fe ciega en los funcionarios públicos. El problema es que yo admito que el dueño de un banco puede ser un ladrón en la misma medida en que puede serlo un funcionario público y parece que no me equivoco tanto si me pongo a pensar en los escándalos y los fraudes de los Gobiernos de la Concertación.

El hecho, grave por cierto, es que todas estas aclaraciones ¡enfriaron mi café!

miércoles, 11 de abril de 2012

¿Usted paga el precio de la ley antidiscriminación? (Publicado por El Mostrador)


Probablemente usted espera que yo justifique mi oposición a la ley antidiscriminación por su relación con el matrimonio homosexual. Pero que una cosa se dé habitualmente seguida de otra no implica que haya entre ellas una relación causal; y la verdad es que no me parecería razonable oponerme a una buena ley por la relación que ella ¡solo eventualmente! pudiera tener con otra que no me parece tan buena.

O quizá usted espera que yo diga cosas como que la ley en cuestión no servirá para evitar crímenes como el de Zamudio; pero tan obvio es que la locura no se previene por decreto que si alguno no se da cuenta de eso por sí mismo, poco sentido tiene tratar de demostrárselo.

Asumo, en todo caso, que usted no necesita yo haga explícito mi repudio a hechos como los que mataron al joven homosexual: no hay anomalía que justifique una agresión y mucho menos la comisión de un delito; le pido por eso (aunque supongo es innecesario) no me sitúe en el grupo de los que no se conmueven por lo ocurrido. La psicopatía no es la patología que caracteriza mi perfil psicológico y mucho menos la que explica mi oposición a esta ley.

Por eso, si me opongo a la ley antidiscriminación es porque se trata de una ley inútil y nociva. Inútil para resolver los problemas de las minorías que supuestamente protege, y nociva para la custodia de las libertades que hasta hoy garantizaba la Constitución.

Inútil. Usted sabe que ser homosexual no es un buen antecedente para entrar a un estudio jurídico de prestigio o para convivir en un grupo de escolares. Pero sabe también que para trabajos en los que el genio creativo es necesario, la homosexualidad puede ser una ventaja. Y no pienso en peluqueros… pienso en escritores, filósofos, poetas, músicos y artistas en general. Aquello por lo que a un grupo se le discrimina para una cosa es, al mismo tiempo, aquello por lo que se le elige para otra; e insistir en mostrar una cara de la moneda ocultando la otra no me parece honesto.

Obviamente, la discriminación es a veces muy arbitraria. La homosexualidad, por ejemplo, no dice relación alguna con las competencias profesionales de un abogado y evidentemente no es deseable que eso concurra como un antecedente al momento de postular a un trabajo.

¿Usted cree- no obstante- que la ley podrá modificar vicios como éste? ¿O por último, cree que el Estado tiene derecho a inmiscuirse en el reducto de las propias preferencias? Porque claramente, la ley no está pensada para sancionar delitos flagrantes, sino para producir un cambio de mentalidad que solo se consigue con educación y en la familia.

Por otra parte ¿Ha pensado usted que esa ley tenderá a aislar a esas personas mucho más que a integrarlas? Tenga presente que quienes pertenezcan a las categorías protegidas por la ley pasarán, de ser minoría, a erigirse en un grupo de privilegiados; el resto de los mortales (esos que no tienen vulnerabilidad que exhibir) tenderá a pensar dos veces antes de interactuar con aquellos que, por ley, habrán quedado ‘en capilla’. Si no me cree, vea usted El Placard y dígame qué lección le deja esa película…

Es muy probable también que la sospecha recaiga sobre las opiniones disidentes, al punto de que llegue el día en que haya verdades oficiales cuyo cuestionamiento se tomen como transgresión de la ley. Sin ir más lejos, el día de la muerte de Daniel Zamudio recibí muchos mensajes acusándome de contribuir con mis columnas a actitudes como las que lo mataron ¡Como si pensar que algo es anómalo (o decirlo) tuviera algo que ver con incitar al horror!

Todos saben que a mi juicio, la homosexualidad es una anomalía; como también pienso que lo es el Síndrome de Down. Pero si alguien entiende esto como un llamado a eliminar a los individuos que califican dentro de uno de estos dos grupos, que se pregunte si no está más cerca del nazismo de lo que cree. La opinión sobre lo que es normal o anormal puede ser más o menos fundada, pero en ningún caso comporta una justificación para la agresión. Y si usted no distingue entre una cosa y la otra, justifica sin darse cuenta una nueva forma de totalitarismo.

Será una ley inútil, pero no solo inútil… también nociva. Si hasta hoy el Estado dio garantías que apuntaban a ‘dejar ser’, con la ley en cuestión le otorga a usted el derecho de reclamar a un tercero actos positivos en favor suyo. Si usted no ve en esto una injerencia en cuestiones que no son de la incumbencia de un Gobierno, tenga  presente que desde la promulgación de esa ley, yo podré exigir (es un ejemplo inocente) mi contratación en universidades como la UDP. Mi religión, mi tendencia política y mi conservadurismo no serán ¡no podrán ser! un factor a considerar ¿Por qué? Simplemente porque el Estado decidió que debían ser evaluados por usted de manera aséptica.

Si usted está dispuesto a pagar ese precio por la ley en cuestión, se lo agradezco de antemano. Mientras no se promulgue, prescindiré de esos beneficios para defender su libertad…  

jueves, 5 de abril de 2012

Lamento informar que tengo toda la razón (Publicado por El Mostrador)


Lamento decir que después de leer todas las columnas que se escribieron a propósito de la mía, sigo pensando exactamente lo mismo. No solo porque soy terca, sino fundamentalmente porque tengo la razón. Y no me llame arrogante; más bien comprenda que la situación de personas como yo no es fácil: vivir buscando encontrar a quien nos haga contrapeso es vivir la experiencia de constantes frustraciones…

El hecho es que la columna de la semana pasada resultó particularmente polémica y la verdad, no me sorprende. La izquierda logró instalar el dogma de que la desigualdad es un problema y si alguien se atreve a cuestionarlo, la opinión pública asume instintivamente que el apóstata en cuestión se alegra de que algunos vivan en la miseria.

Permítame entonces preguntarle en qué momento de la historia, el concepto de desigualdad pasó a unirse- en matrimonio indisoluble- con el de pobreza. Y cuál es el razonamiento que le permite a usted concluir que ella es, necesariamente, el resultado de una injusticia. Si un curso entero reprueba un ramo (o, por el contrario, todos lo aprueban con la nota máxima), lo razonable es suponer que algo no anda bien, y no precisamente que el profesor es un perfecto administrador de justicia.

Por eso, déjeme decírselo de nuevo para que lo entienda de una vez: la desigualdad no es un problema. Y perdone que se lo haga notar, pero la forma en que lo dije al comienzo de la columna introduce un matiz relevante “la desigualdad no es un problema; en sí misma y por sí sola, no es un problema”. Quizá lo subestimé pensando que usted sería capaz de percibirlo, pero me disculpo sinceramente por eso y se lo repito: por sí sola y en sí misma, la desigualdad no es un problema… es un dato. Y aunque decirlo así pueda prestarse a confusiones, tenga presente que en mi oficio es indispensable hacer uso de herramientas retóricas.

Por otra parte (aunque quizá sea mucho pedir), yo hubiera esperado que antes de comentar mi columna, usted hubiera terminado la lectura de la mía. En uno de sus párrafos, digo claramente también, que a propósito de la desigualdad, uno puede encontrarse con datos que sí representan un problema: “por ejemplo, encontrarse con que el número de los que viven en la pobreza extrema es muy alto” o bien, constatar “que los más ricos son siempre los mismos”. Si esa frase, dicha como al pasar, no es suficiente como para que usted haya entendido el sentido del texto, puede que el problema no sea mío.

En todo caso, hay algo en lo que creo que usted tiene toda la razón: hay condiciones de vida que ciertamente hacen imposible salir adelante con el solo ejercicio de la propia libertad; y le concedo que fue un error no decirlo expresamente, justamente el tema de la libertad atraviesa toda la columna ¡Buen punto!

Pero repito: el problema no es la desigualdad, sino que haya chilenos que son verdaderos esclavos de la más absoluta falta de oportunidades ¿Y sabe por qué estoy tan empeñada en que me haga esa concesión? Porque de lo contrario usted seguirá pensando que la redistribución es la solución por excelencia; y eso no resuelve nada, entre otras cosas porque el problema de este país no es que las arcas fiscales estén vacías.

Y le digo más: la desigualdad no solo no es un problema, también es la condición necesaria de todo suceso: se necesita desigualdad de cargas para la formación de un átomo, desigualdad en la altura del terreno para que corra un río, desigualdad en los intereses de los hombres para se produzca el trueque. Es más, se estima que una de las posibles muertes del universo tendrá que ver con que toda la materia se volverá homogénea y todo movimiento terminará en el frío absoluto.

Ahora bien, lo que usted quizá no quiere aceptar es que la desigualdad (fruto del ejercicio de la libertad) demuestra que hay conductas más exitosas que otras. O probablemente, no se resigna a la idea de que terminar con esta desigualdad por la fuerza es destructivo porque desincentiva e incluso mata las costumbres que producen la riqueza.

Como sea, déjeme decírselo de nuevo a ver si se convence ¡La desigualdad no es un problema!

miércoles, 28 de marzo de 2012

Lamento decirlo, pero la desigualdad no es un problema (Publicado por El Mostrador)


La desigualdad no es un problema: por sí sola y en sí misma no es un problema; y es lamentable que me vea obligada a recordárselo a la gente de derecha que- cual socialista- alza los ojos al cielo y llama ‘inaceptable’ lo que no pasa de ser un dato.

Un dato que habla de un país libre donde las cualidades personales, la educación recibida, el trabajo y el esfuerzo propio, e incluso la suerte, le permiten a alguien situarse en una posición mejor que la de los demás. Interpretación que avala el hecho de que EEUU- el país llamado ‘de las oportunidades’- lleve la delantera en materia de desigualdad, al menos respecto de Europa que está en plena decadencia con su famoso Estado de Bienestar.

La desigualdad no es un problema y me atrevo a decir más: en principio, es un buen síntoma. Síntoma inequívoco de libertad y de que en un país existen las condiciones y los incentivos necesarios como para que esforzarse tenga algún sentido; incentivo que, por lo demás, es el único capaz de garantizar que las cosas anden bien y que no dependamos (como de hecho lo hacemos) del precio del cobre.

La conclusión práctica es obvia:  si la desigualdad no es un problema, ella no es nada a lo que haya que darle solución. Nada, por tanto, que justifique hacer repartijas de la torta en términos distintos. Eso ya trató de hacerlo Allende con la tierra y ahora Piñera con los impuestos, y el resultado no cambiará la vida de nadie. Entre 1967 y 1973 una sociedad muy ideologizada creyó que la razón de la pobreza, de la inequidad y del subdesarrollo estaba en la propiedad agrícola. Cuarenta y cinco años después, esa misma sociedad cree que las cosas cambiarán radicalmente por una reforma de la estructura tributaria.

La desigualdad no es un problema, pero si en su medición uno se encuentra con que el número de los que viven en la pobreza extrema es muy alto; o si constata que los más ricos son siempre los mismos, es evidente que hay uno más o menos serio. Un problema que, en todo caso, se llama inequidad y que no tiene nada que ver con la desigualdad. “Inequidad”- repita conmigo si es de derecha- “inequidad” y no “desigualdad”. Inequidad bastante relativa, en todo caso, si se piensa que muchas de las grandes fortunas de este país pertenecen a inmigrantes que llegaron con una mano por delante y otra por detrás.

Inequidad que, por lo demás, tiene su origen en la existencia de privilegios garantizados por ley o, lo que es o mismo, en regulaciones mal hechas que impiden el funcionamiento natural del mercado… como la prohibición de la venta de remedios en los supermercados o el congelamiento del parque de taxis.  En lo que usted considera injusto, entérese de un vez por todas, mucha más responsabilidad tienen los políticos que el empresariado.

Por eso, si algo tiene que hacer el Estado con la inequidad, es garantizar la libertad; y no borrar los resultados evidentes que de ella se derivan, que son, por definición, “desigualdades”; o si prefiere, diferencias asociadas a la forma en que la libertad se ejerce.

Sapelli lo dijo hace algunos días y lo demuestra con números en su libro: tenemos diagnósticos equivocados que inducen a preguntas y respuestas equivocadas. Por eso me permito insistir: la desigualdad no es un problema; y de serlo, es insoluble. Bueno es que los políticos de derecha se den por enterados para tratar de resolver los que sí existen.

martes, 20 de marzo de 2012

¿Que no fueron veinte años de socialismo? (Publicado por El Mostrador)


COLUMNA ESCRITA CONJUNTAMENTE CON ENRIQUE ALCALDE R.

Hace dos columnas atrás, uno de nosotros habló de “como 20 años de socialismo acabaron por hacer del ciudadano un perfecto señorito”. Las críticas no se hicieron esperar y llegaron esta vez del editor del mismo medio que la publicó: “Se pierde credibilidad con esa afirmación… los Gobiernos de la Concertación no fueron gobiernos socialistas”.

La crítica nos pareció frívola: que Lagos haya concesionado carreteras o que Bachelet haya tenido a un ex alumno de Harvard a cargo de la economía no es suficiente como para negar esa afirmación. El socialismo en su versión original hace ya rato que dio muestras de inviabilidad, y lo que queda de esa ideología no es la oferta de un modelo alternativo al libre mercado, sino la propuesta de una visión del hombre y de la sociedad que sigue perfectamente operativa.

La inconsistencia del socialismo en el plano de la cultura demorará aún en hacerse evidente; pero ése es su destino inexorable porque paradójicamente, para que el socialismo funcione, el ciudadano promedio no puede ser socialista. Si llega a serlo pierde (supuesto que alguna vez la tuvo), esa capacidad creativa que le permite generar riqueza y de la que el socialismo no puede prescindir, aunque le pese.

El socialismo tal y como se da hoy no es un modelo económico, es un ethos. Y nos guste o no, es el que identifica el alma nacional y el que explica esa inclinación universal a pensar el Estado como una entelequia - por completo ajena e independiente de los individuos que la integran - y a suponer que los problemas sociales solo pueden ser resueltos por su voluntad ordenadora. De ahí que el socialismo profese al Estado una veneración profundamente religiosa.

Hija del socialismo es también esa tendencia de nuestro ciudadano promedio a identificar sus necesidades (e incluso sus deseos) con ‘derechos’ que el Estado le debe garantizar; así como la ingenuidad de no preguntarse por el costo de esas garantías.

En este afán, no es extraño que el socialismo alcance el paroxismo en la prostitución del lenguaje y, por ejemplo, invoque a la manera de un dogma conceptos como el de ‘justicia social’, concibiéndola como patente de corso para reclamar ‘derechos’ sobre lo ajeno. Claro, para ello se desconoce que la injusticia, para ser tal, debe tener su origen en la voluntad humana y no en la naturaleza. Injusticia que, por cierto, el ‘iluminado’ que encarna el Estado está llamado a corregir. Así, el pobre pasa a ser acreedor del rico quien, por el mero hecho de serlo, se convierte automáticamente en deudor suyo.

La fe ciega en el poder redentor de las leyes caracteriza también la mentalidad socialista: por eso, ellas no solo aumentan en número, sino que extienden cada día más su ámbito de injerencia. Y si antes la ley se pensaba para evitar excesos que hicieran imposible la vida en sociedad, hoy apunta a resolver los errores capitalistas en que incurrió el Creador.

Socialista es la condena moral al lucro, al mercado y la siembra generosa de cizaña contra el empresariado. Promover un cambio de paradigma por uno aparentemente menos economicista, y reducir la propuesta ‘alternativa’ a la mera repartición de la torta ¡también es socialista! Para qué decir la tendencia creciente a la victimización y a pensar que todo aquello que se sufre es resultado de cualquier cosa, menos de la propia responsabilidad.

¿Que no fueron veinte años de socialismo? Nosotros pensamos que sí ¿Qué el actual Gobierno es de derecha? Responder esta pregunta justifica una próxima columna…

martes, 13 de marzo de 2012

Usted miente (publicado por El Mostrador)


Usted miente cuando dice que alguien se opone al aborto porque trata de imponer sus creencias religiosas. Como es obvio, no hace falta ser conservador ni cristiano para ser contrario al asesinato. Que haya un mandato divino que prohíbe matar no es razón para pensar que quienes adhieren a él son sólo los que tienen fe. Y si usted es de los que se llena la boca con la sigla DDHH, tenga a bien, por favor, incluir la vida de los no nacidos dentro de esos derechos, como una cuestión básica de consistencia, digo yo…  

Usted miente también, cuando dice en Chile las mujeres embarazadas no pueden recibir tratamientos para una enfermedad (tratamientos que pueden causar la muerte del hijo que lleva dentro). Eso existe ya hace mucho tiempo en este país, y bueno sería que si quiere debatir sobre el aborto, lo haga sobre la base de la verdad y no tratando de confundir a la opinión pública, proponiendo dilemas que en realidad no existen.

Usted miente, cuando llama terapeútico al aborto de un niño enfermo. Eso no es ningún acto de sanación, sino un procedimiento destinado a matar a un ser humano, en el cual  la madre (y principalmente los que lo practican) se atribuyen el derecho a decidir sobre qué vidas merecen ser vividas y cuáles no… al más puro estilo nazi ¿O de verdad cree usted que una sociedad puede llamarse democrática si le da a unos el derecho a decidir sobre la vida de otros?

Usted miente cuando llama agresor al fruto de la violación de una adolescente. Ese niño que ha venido al mundo en las peores condiciones que cabe imaginar, es también una víctima. Y cargar a la madre, por el resto de sus días, con la culpa de haber puesto fin a la vida de su criatura, solo aumenta la cadena del horror.

Miente también, cuando habla del embarazo como de una enfermedad. Se trata de nueve meses en los que la mujer puede hacer una vida bastante normal y después de los cuales está en condiciones de decidir, si lo estima conveniente, entregar a su hijo en adopción ¡Nueve meses!, a cambio de que una sociedad no incluya dentro de sus derechos el de matar a inocentes. ¿Que serán difíciles o traumáticos? Puede ser, pero nunca más difíciles ni traumáticos que cargar de por vida con el peso de haber matado a un hijo.

Usted miente o quizá se engaña pensando que las injusticias de la vida se pueden evitar borrando las consecuencias de ciertos actos: embarazos no deseados, frutos de un descuido o del abuso de alguien de la misma familia, resultados de una violación; hijos enfermos a los que habrá que cuidar por el resto de la vida o que no vivirán más de unas horas después de haber nacido. Tragedias humanas ante las cuales uno se pondría de rodillas…  

Usted miente y simplifica las cosas a niveles absurdos, cuando dice que el aborto es la respuesta y la solución a todo ese drama humano.

jueves, 8 de marzo de 2012

El señorito de Aysén (publicado por El Mostrador)


Poco importa si las demandas de Aysén son o no legítimas. Que haya razones estratégicas para favorecer a la población de las zonas extremas del país o que la necesidad de descentralizar sea objetiva, no justifican nada de lo ocurrido en la Región.

Porque quien pide beneficios de la sociedad  pasando a llevar normas básicas de convivencia social, pierde ipso facto (y por esa sóla causa) el derecho a ser atendido en sus demandas. La razón es simple: uno no puede situarse en la frontera exterior de la institucionalidad y pedir desde ahí derechos que solo pueden existir a su amparo.

Poco importa también si el apoyo al movimiento es o no mayoritario.  Solo una gobierno bananero resuelve sus conflictos al vaivén de la simpatía popular. Los regímenes democráticos mínimamente serios operan sobre la base de principios que trascienden la siempre circunstancial opinión de la mayoría ¡Ése es el sentido de tener una Constitución!

La legitimidad de las demandas, el apoyo ciudadano que pueda tener el movimiento, Aysén…todo importa poco.

Lo realmente importante es que la opinión pública llame ‘ciudadano’ a un movimiento cuyos mecanismos de presión son ilegales y que ya carga sobre sí con dos muertos; y que esa misma opinión pública hable de ‘represión’ cuando el Gobierno cumple el mandato constitucional de hacer respetar el orden público.

Lo que importa de verdad es que haya un funcionario público que estime oportuno ingresar a un retén de carabineros para ‘dar instrucciones’. Y que un Obispo celebre con entusiasmo la inversión del orden natural de las cosas, y se permita decir que “quien manda es  la ciudadanía”.

Por eso, no estoy hablando de Aysén, ni de lo que legítimamente esa Región pudiera pedir, estoy hablando de cómo 20 años de socialismo terminaron por hacer del ciudadano, un perfecto señorito.

miércoles, 18 de enero de 2012

Las empanadas del domingo (Publicado por El Mostrador)


La semana pasada esperaba mi turno para pagar unas empanadas en el local de la Nancy. En la fila, me antecedía uno que aparentemente debía alimentar a un regimiento: “Pago cincuenta”, le dijo a la Nancy mientras ella se quedaba mirándolo fijamente como a la espera de resolver un dilema imposible. Después de unos segundos y probablemente intuyendo ella que tenía enfrente a un genio matemático, oí que le preguntaba: “¿Cuántas docenas son cincuenta?”. “Cuatro y sobran dos”, le respondió él mientras ella no paraba de reírse y de celebrar la inteligencia de su cliente. “¡Qué inteligente es usted! ¡Qué inteligente!”.

Probablemente era la primera vez que se lo decían o simplemente fue la confirmación que necesitaba para estar seguro de que era cierto: el hecho es que el señor del regimiento sonreía complacido mientras yo (todavía a la espera de mi turno), me preguntaba qué se podía pensar de un país en el que una mujer ¡calculadora en mano! se veía superada por un problema como ése y celebraba con tal entusiasmo que alguien pudiera resolverlo.

Y es que en Chile la educación pública no da para tanto. Todos saben leer y escribir, pero no entienden lo que leen ni pueden redactar más que una lista de supermercado. Pueden sumar, restar, multiplicar y dividir, pero son incapaces de resolver problemas concretos que involucren esas operaciones. El chileno no es analfabeto, pero su educación es una herramienta inútil… lo mismo que la calculadora en manos de la Nancy.

Mientras tanto, la elite discute si se puede privar a los alumnos de una hora de historia; si los malos resultados del Simce en el aprendizaje del inglés no afectarán las proyecciones laborales de los estudiantes; si es el Estado o son los privados los que deben proveer de educación; si la segregación social no incrementa la falta de oportunidades de los más vulnerables. En fin, puras estupideces si uno entiende que se está hablando de cómo decorar una casa en ruinas.

Porque habiendo sido la educación el tema del año, nadie ha hecho hincapié en que finalmente el inglés, la historia, la música (y en general, todo lo que forme parte de la educación formal) son pisos que se construyen sobre los cimientos de esas cosas que antes se aprendían en la casa y que los ingenieros comerciales llaman, con esa vulgaridad que los caracteriza, ‘habilidades blandas’

Esas que le permitieron a la Nancy emprender un negocio con éxito y ganarse la vida a costa de trabajo y constancia. Esas mismas que hacen de sus empanadas las mejores que he comido y que pueden paliar los efectos de haber tenido a Gajardo como profesor de aritmética.

Porque si la Nancy fuera de esta generación, en vez de una fábrica de empanadas tendría su casa convertida en un puterío Y muy probablemente, habría pasado sus sesenta años reclamando indemnizaciones sociales por no saber cuántas docenas hay en cincuenta. Y en lugar de risas y aplausos, habría mirado a su cliente de reojo pensando en las oportunidades que él tuvo y a ella no se le dieron. Sería quizá una indignada, y las horas que hubiera pasado frente a la pantalla no le habrían dejado tiempo para poner las manos en la masa.

Y lo grave, lo realmente grave, yo no habría podido comer sus empanadas…

miércoles, 4 de enero de 2012

Un 23% de aprobación ¡Es mucho! (publicado por El Mostrador)


Yo estaría feliz si un 23% de los chilenos aprobara lo que hago. Incluso me sentiría muy satisfecha si ese porcentaje de respaldo lo encontrara entre mis amigos; pero ese mismo índice sería frustrante si hubiera pasado los últimos dos años de mi vida en busca permanente de popularidad. Frustrante, pero absolutamente predecible…
Porque cualquiera que superó la etapa escolar sin haber hecho de desadaptado, sabe que la aprobación popular es siempre un efecto indirecto, tanto más difícil de alcanzar cuanto más prioridad tiene en el orden de las intenciones. Porque querer que a uno lo quieran es tan natural, como natural es no querer al que va por la vida mendigando afecto, o al que busca amigos nuevos a costa de sacrificar a los que ya tenía. Y eso ¡precisamente eso! es lo que ha hecho Piñera: perder la fidelidad de los partidarios sin ganar a cambio el respeto de los adversarios.
La historia comenzó con Barrancones, cuando el Presidente demostró no entender que en un estado de derecho es mejor equivocarse al amparo de la institucionalidad que acertar al margen suyo. Lo que fue un telefonazo en el mundo del poder, se reemplazó luego por la toma en el del ciudadano.
Unos meses después, lo que comenzó como una concesión al movimiento estudiantil en el espacio público devino en debilidad- si no en cobardía- para defender la propiedad privada. En nombre del derecho a la educación se vulneraron derechos previos y fundantes, mientras el Gobierno demostraba incapacidad para mantener el orden público y, sobre todo, para defender los intereses de quienes no podían estar en la calle (muchos de ellos, estudiantes que aún no terminan el año académico).
En el plano de la ideas y cuando la satanización del lucro hizo furor, el Presidente no sólo perdió una preciosa ocasión para defender las ideas que se supone lo animan, sino que avivó el fuego prometiendo mayor fiscalización. Que el lucro no fuera ni la causa del problema ni el camino para resolverlo fue una idea que, simplemente, no fue capaz instalar.
Recientemente, lo que se prometió como un alza temporal de impuestos, se anuncia ya como un cambio definitivo. Y eso, mientras se discute una reforma tributaria que evidentemente no se explica por el deseo de los políticos de resolver todos los males de la humanidad (en cuyo caso se podría considerar la posibilidad de tocar las arcas fiscales), sino para satisfacer los deseos del pequeño resentido que cada uno lleva dentro.
Y mientras uno espera sin resultado que el Presidente que eligió diga que no es justo castigar el emprendimiento, y mucho menos pedir más cuando hay evidencia de que lo que llega al Estado se administra mal, ocurre que aparece uno de sus Ministros diciendo que el que tiene más debe dar más, como si por ley fuera posible imponer máximos morales. La agenda socialista marcando la pauta del Gobierno y, lo que es peor, impregnando su lenguaje.
En medio del caos, un Ministerio que no debería existir impulsaba medidas que fluctuaban entre el populismo (como la extensión del postnatal) y la estupidez (como la persecución penal a un twittero que, dicho sea de paso, constituye también un atentado contra la libre expresión).
En fin, la lista podría extenderse demasiado, pero sería solo para llegar a la misma conclusión. ¿23% de aprobación? No me parece poco, considerando que para los que votamos por él, su Gobierno ha sido francamente frustrante.

lunes, 2 de enero de 2012

Los buenos de siempre (publicado por El Mostrador)


La semana pasada el Partido Comunista envió condolencias a Corea del Norte por la muerte de King Yong Il, el mismo que mandó a matar a un ex jefe de finanzas del Partido Trabajador porque su política monetaria le pareció equivocada y cuya biografía cuenta que no defecaba (asumo que para minimizar la huella de carbono). Unos días antes, la Fundación Jaime Guzmán hizo algo equivalente a lo del partido Comunista al rendirle homenaje a Jaime Guzmán, el ‘ideólogo de la Dictadura’ según título honorífico concedido por la izquierda.

Y justo en medio, los buenos de siempre condenan una cosa y la otra desde una superioridad moral que merece todo mi respeto, porque esa capacidad de dejar caer juicios morales sobre todo lo que pasa por delante menos sobre sí mismo, es una habilidad que envidio.

Y es que las redes sociales han hecho costumbre discutir las cosas sobre la base de consignas y simplificarlas al punto de que diferencias evidentes parecen detalles irrelevantes. Maniatar a un hombre y ponerlo de boca en el suelo es una violación a los derechos humanos: si el que lo hizo es un ladrón que quiere desvalijar una casa o un hombre que se defiende de haber encontrado a un extraño en la suya, es algo secundario. Lo que importa es la materialidad de la acción y hacer otro tipo de consideraciones es- de acuerdo al estrito criterio moral de estos individuos- una manifestación imperdonable de relativismo moral.

Por eso, el Dictador que entregó el poder y en cuyo Gobierno se redactó una constitución democrática (más o menos perfecta, pero democrática), no se distingue para nada del Camarada que no tuvo opositores políticos porque todos ellos murieron.

Y no hay que asombrarse, porque ya es moda hacer condenas universales sin mayores precisiones. Condenas que se hacen en el teclado y a distancia, sobre cuestiones que ninguna incidencia práctica tienen sobre la propia vida, pero que sirven para ofrecer garantías absolutas sobre la probidad del que las hace. Es el patrón de conducta de los buenos de siempre, esos que se llaman defensores de los derechos humanos para distinguirse de personas como yo.

Lo paradójico es que cuando se trata del binominal o del mecanismo de reemplazo de los senadores, no hay uno sólo de estos puritanos- custodios del derecho de las personas- que condene a los que pasan a llevar la institucionalidad, el orden y la moral. En esos momentos, la relevancia de la acción pasa a ser secundaria y lo que de hecho ocurrió importa poco en comparación con el fin que supuestamente lo justifica.

Los buenos de siempre piensan en la acción humana como si ella fuera una foto. Las circunstancias que la rodean, el fin que tiene, la intención que movió al agente, son complejidades que no caben en 140 caracteres, y por eso su discurso público se reduce siempre a una toma de  posición más visceral que racional y sobre todo, ultra sentimental.

Los buenos de siempre son, por ejemplo, los que piensan en el Gobierno de Pinochet como un gran efecto sin causa; los que no tienen reparo en negarle a algunos el derecho a defensa y los que dictan sentencia contra otros mucho antes de que hayan sido sometidos a juicio.

Y no relativizo… más bien cuestiono a los absolutistas de lo relativo; a esos que pasan por alto cualquier matiz a la hora de evaluar las cosas; a los que tienen siempre la razón; a los que dicen ‘nunca más’ con los ojos en blanco mientras piden perdón por cosas que hicieron otros; a los mismos que no dudan en tachar de tonto o de malo al que no piensa como ellos.

En algún momento los buenos de siempre fueron mayoritariamente democratacristianos, pero claramente el mal es contagioso porque hoy se los puede encontrar en el Partido Socialista, en el PPD, en RN y la UDI, entre los pseudoliberales y quién sabe si con un poco de esfuerzo no se da con uno de ellos también en el Partido Comunista. Como sea, es un grupo que yo no quiero integrar.