No se me puede olvidar la
impresión que tuve el año pasado cuando en medio de una diatriba contra el
lucro, Camila Vallejo dijo textualmente “que las carreras universitarias deben
asegurar la rentabilidad futura”. Sin darse mucha cuenta y en un lenguaje
bastante impreciso, quiso significar más o menos esto: usted educador no puede lucrar a costa de mi
educación; yo estudiante, exijo
garantías de que podré hacerlo el día de mañana.
El hecho es que el escándalo de
la Universidad del Mar ha vuelto a poner al lucro en el ojo del huracán y se ha
constituido en la prueba que faltaba para demostrar que el deseo de ganar
dinero es intrínsecamente perverso. Perverso, como es obvio, cuando anima al
que está en una posición de poder; y perfectamente legítimo cuando viene de su contraparte.
Ahora bien, la acogida que ha
tenido el discurso contra el lucro y la facilidad con que se enciende la pasión
cada vez que sale el tema al tapete no se explican exclusivamente, como uno
pudiera pensar, por la estupidez...
Ciertamente, ella contribuye con
generosidad a que el ciudadano promedio no sea capaz de distinguir entre el
afán de lucro y la estafa (distinción que por sí misma sería suficiente para
entender que el lucro no tiene la culpa de nada). Contribuye también a que pocos
detecten el doble estándar con que esta demanda ciudadana se formula; y
contribuye por último a que el que la padece (me refiero a la estupidez) no vea
los efectos positivos que el afán de lucro produce en la sociedad.
La estupidez contribuye… pero lo
que verdaderamente enciende la polémica es el resentimiento. De otra forma no
se explica ese moralismo extremo que súbitamente se introduce en la discusión;
porque perfectamente legítimo sería quejarse de que las reglas del juego permitan
que una universidad funcione sin el más mínimo estándar de calidad. Perfectamente
legítimo también alegar que no ha cumplido con la ley. Pero no veo por qué lo
ocurrido con esa universidad podría justificar que, de pronto, haya tantos interesados
en librar al prójimo del pecado de avaricia, como si las leyes pudieran o
debieran proponerse semejante fin.
Es el resentimiento el que ve un
pecado en el hecho de querer ganar dinero. Y un pecado gravísimo en querer
ganarlo en abundancia. Es el resentimiento el que transforma el hecho de
haberlo conseguido en una culpa que amerita una pena. Es el resentimiento también
el que oculta su propia naturaleza introduciendo en la discusión consideraciones
morales de cuarta categoría. Es el resentimiento el que aborrece la
competencia, porque entre la posibilidad de ganar y la seguridad de arruinar al
que ya ganó opta siempre por lo segundo.
La estupidez y el resentimiento
son las que han convertido al lucro en la madre del cordero y las que hacen inoficioso
el esfuerzo de escribir una columna como ésta: porque el resentimiento no se
pasa con argumentos y la estupidez no tiene remedio.