martes, 10 de mayo de 2011

Humillados y ofendidos (Publicado por el Post)


Puede que pocos lo sepan pero el perdón es de origen cristiano y forma parte del patrimonio de mi fe; y así como el progre se irrita cuando siente que el espacio público es invadido por un credo determinado, a mí no deja de producirme urticaria que se profane una palabra que considero sagrada. Y eso justamente lo que se ha hecho con la palabra perdón en las últimas semanas.

Porque cuando Monseñor Ezzati dice que pide perdón a nombre de la Iglesia por lo que hizo uno de sus miembros, lo que en realidad hace es asumir la responsabilidad política de un hecho; y por meritoria que pueda ser la iniciativa del Obispo, yo me siento obligada a recordar el sentido profundo que tiene una palabra cuya tergiversación puede hacer olvidar su significado. El perdón es algo que sólo puede darse al interior de una trinidad compuesta por dos personas y una ofensa; y a mi juicio, sobrepasar ese trinomio equivale contribuir al error ya extendido de que la única culpa con la que uno puede cargar es la culpa social.

Pedir perdón es apelar a la grandeza del otro y manifestar también la propia; es llamarlo a sobrepasar los límites de la justicia y a dar más de lo que en justicia debe, y por eso hacerlo mediáticamente implica inmediatamente devaluar el acto por la vía de reducirlo a un espectáculo.

Quizá por lo mismo, el llamado que el Padre Baeza hizo al Ministro del Interior a disculparse con los imputados en el caso bombas tampoco me pareció oportuno. Pedir perdón no es nada que se parezca a una indemnización de perjuicios y aunque asumo que la intención del sacerdote era buena, eso no quita que el uso de la palabra perdón fuera dentro del contexto en que la usó completamente inadecuado. Pedir perdón no repara el daño causado con la ofensa y por eso mismo concederlo es tan meritorio.

Perdonar no es por tanto disponerse a cobrar una deuda, sino justamente abrirse a condonarla; por eso mismo es que resulta paradójico que Ollanta llame a Chile a disculparse con el Perú, mientras insiste en la idea de que nuestro país debe pagarle no sé qué cosa al suyo. Después de que se ha retado a duelo a un supuesto ofensor y cuando se está a punto de disparar el gatillo, poco sentido tiene pedirle que se disculpe… a menos que lo que se quiera sea gustar el sabor dulce de la venganza, en cuyo caso me pregunto si usar la palabra perdón no será algo así como usar un eufemismo. 

Es lo mismo que pensé cuando oí las declaraciones que hizo una de las víctimas del caso Karadima acerca de la forma en que Chomalí se disculpó con él: “Hubiera preferido que me llamara por teléfono”. Concuerdo con él en la importancia de las formas, pero poco sentido tiene discutir sobre ellas si acto seguido se dice que no se está en condiciones todavía de perdonar.

Me pregunto entonces a propósito de todo lo ocurrido si cuando se habla de perdón no se está hablando en realidad de otra cosa. Porque aunque algunos puedan pensar que incorporar al debate público un concepto cristiano es una victoria, a mí en cambio me parece una derrota si eso pasa por trivializar el término al punto de que pierda su sentido original. Y si el progre va a tomar parte de lo que nos pertenece, que lo haga entonces como Dios manda y no a la medida de su comodidad. Porque es fácil exigir una pureza absoluta en la argumentación para luego colgarse de ideas cristianas y usarlas mal.

En fin, lo que se ha visto el último tiempo ha sido un verdadero carnaval y aunque en el desfile de humillados y ofendidos la palabra perdón haya tenido un rol protagónico, ha llevado siempre una máscara que a mi juicio además de caricaturesca, raya en lo irreverente.

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