miércoles, 26 de enero de 2011

Y la política se quedó sin "relato" (publicado por El Mostrador)

Si hay algo que está de moda dentro del gremio de los periodistas y de los analistas políticos es hablar de la falta de ‘relato’ tanto del Gobierno como de la Concertación.

Más allá de lo cursi que es el término, y de lo ridículas que suenan las sofisticaciones conceptuales cuando se usan para decir obviedades, hay que reconocer que el concepto tiene su mérito.

Para empezar, porque permite decir algo que aporta poco sin que se note mucho. ¿Imagina usted a un analista político, hablando de la falta de ideales de la política? Si no fuera por ñoño pasaría por tonto, y para hacer análisis político (y además que a uno le paguen por ello) hay que dar la sensación de que la cosa es compleja y, por supuesto, sumamente seria. También hay que convencer de que lo que uno dice no podría habérsele ocurrido a nadie y los tecnicismos ayudan mucho para eso.

Lo cierto es que la famosa ‘falta de relato’ o de cuento (que para estos efectos es lo mismo) es una de las causas de que la política no esté siendo capaz de convocar a mayorías ni de generar movimientos ciudadanos importantes. Y eso es grave, porque puede devaluar el trabajo de políticos y de opinólogos, y no es menor tener a dos gremios paralizados.

El problema es que dar con el relato adecuado tampoco es fácil, sobre todo cuando se busca artificialmente. Obama lo consiguió durante la campaña pero la eficacia de su retórica fue bien dudosa a juzgar por su actual popularidad en las encuestas. Con un buen discurso y algo de carisma se consiguen votos, pero eso no basta para consolidar una opción. A nivel local, esto se vio claro en la asimetría que hubo en la última elección entre la popularidad de la Michelle y la votación del candidato concertacionista (que era tan malo, en todo caso, que parecía haber sido elegido en primarias de la derecha).

Esa dificultad de encontrar el relato explica que los esfuerzos de los políticos se hayan dirigido a la captura de votos y en período no eleccionario, de aprobación popular. Para describir ese fenómeno, los periodistas y analistas han acuñado otra expresión, enferma de siútica también, la del ‘guiño’.

El relato está dado entonces por una sumatoria de ‘guiños’ o de propuestas que pretenden conquistar a los distintos grupos de votantes. Úteros de PVC para las feministas. Buenos sentimientos para los demo. Empleos de emergencia para la izquierda, ahora que los perdieron. Novedad para los progre. Lechuga y rúcula para los verdes. En fin, la política de las convicciones ha dado paso a la de los ofertones.

El problema es que el relato entendido de esa forma no consigue otra cosa que el voto por conveniencia y en ningún caso el tipo de adhesión que pretenden conseguir los partidos políticos, porque el poder cuando es demasiado precario pierde el 90% de su atractivo.

La falta de relato tiene, en todo caso, sus ventajas; porque lo libra a uno de ideas excéntricas como la de los progre de antaño. Serrat se queja de eso: “Sin utopías, la vida sería un ensayo para la muerte”, pero yo creo que si bien “no se puede vivir sin ellas, con ellas tampoco”. Y puestos a elegir, entre una romántica y un eficiente me quedo con el que hace las cosas bien.

Mi diagnóstico es que la falta de relato no es en realidad un problema político ni comunicacional, sino cultural. El relato, la narrativa o la propia identidad no es algo que pueda darse la política a sí misma. Mucho menos algo que se pueda conseguir a la fuerza y en poco tiempo. Y para qué decir sin pagar todo tipo de costos y superar toda clase de miedos, sobre todo al desorden y a la impopularidad.

Capaz que yo esté absolutamente equivocada, y que el problema de fondo no sea que la política carezca de relato, sino simplemente que éste es inconfensable. A fin de cuentas, los políticos que logran sobrevivir en el tiempo no son precisamente los más idealistas: Allamand, Girardi, Matthey y tantos otros podrían avalar esta tesis.

Lo bueno es que a mí nadie me paga por detectar estos problemas y mucho menos por darles una solución. Cedo la palabra al que la tenga…



miércoles, 19 de enero de 2011

Dios ¿en el discurso político? (Publicado por El Mostrador)


En la última columna de Belollio que leí sobre el tema, se objetaba que Piñera hubiera tenido ¡en The Economist! palabras de gratitud hacia la divinidad por haber nacido en el continente americano.
“No tengo claro por qué- decía su autor- europeos o asiáticos deberían estar menos agradecidos con lo que les tocó”. Si el columnista hubiera mencionado a los africanos, yo le habría dado varias razones, pero más allá de eso, no hay que olvidar que Piñera es competitivo y que hasta en los dones recibidos quiere llevar la delantera.
Por lo demás, aunque no sea mucho lo que se puede saber de Dios, lo que consta es que no es socialista. No hay que extrañarse entonces de que en la repartición de cualidades haya diferencias y eso vale para los continentes y las personas, por más agradable que sea la ilusión democrática de que todos somos iguales.
En todo caso, el problema que planteaba la columna no era ése- que tiene más de teológico que de político- sino el de la legitimidad de darle a Dios un sitial dentro del ámbito de lo público. Vargas Llosa decía hace poco que lo consideraba útil e incluso necesario. Y a mí me suena que se trata también de una cuestión de justicia; el problema es cómo, porque por momentos uno se pregunta si con los amigos que tiene Dios, necesita realmente de enemigos.
Para empezar, es bueno recordar que el laico no está llamado a predicar desde el púlpito. No se trata de pasar piola como si exponer la propia fe fuera equivalente a andar en paños menores. Se trata simplemente de ser elegante, de distinguir sin separar y de unir sin confundir.
El creyente tampoco debiera erigirse en traductor simultáneo de Dios y de sus designios. Las coincidencias numerológicas, la palabra milagro, los castigos divinos, las intervenciones demoníacas, no son materias acerca de las cuales sea razonable hablar vía twitter y cerrar la boca no es una mala idea; no se trata de ser cobarde, sino simplemente de no hacer de profeta.
La convicción de que Dios debe ocupar un espacio dentro de lo público obliga por eso a cuidar más los aspectos procesales. La fe no se parece en nada a la superstición y eso se tiene que notar.
Un cuidado especial se debería tener al momento de argumentar, porque como decía Belollio, “Dios aparece una y otra vez, en forma de argumento religioso, cuando se discute la posibilidad del matrimonio homosexual o de ciertas formas de aborto”. Y es que muchas veces, Dios es el recurso de los creyentes ante la falta de argumentos.
Nadie puede negar que el que cree piensa desde su fe, pero piensa- o debería pensar- con argumentos, no con corazonadas caprichosas o con intuiciones paranormales.
Por eso, el creyente debe ser el primero en entender que cuando aprueba o rechaza alguna política pública no lo hace en virtud de su fe, sino por una cuestión de bien común. Esto es lo que muchas veces no entienden los demo y por eso apoyan mociones que contradicen sus supuestas convicciones.  
En suma, yo no diría que el 2010 haya sido el año de Nuestro Señor, sino el año de sus asesores comunicacionales. Es de esperar que acá haya también un cambio de gabinete o al menos de estrategia. En todo caso y por si alguno tuviera la ocurrencia, yo declino aceptar cargos de esta naturaleza.