Hoy quiero hablar de la mala suerte y de lo injusta que es la vida.
La mala suerte mía, que tengo que terminar una tesis y escribir para un diario que no me paga, cuando 10 centímetros más hubieran pavimentado mi camino al modelaje (según opinión de mi marido).
Quiero hablar de la mala suerte de una prima que, por una infección estomacal, dio la PSU en condiciones indeseables y no pudo entrar a la carrera que quería.
La mala suerte de los mineros que no quedaron atrapados y que deben estar hoy lamentando su infortunio. ‘Por qué ellos y no nosotros’ se estarán preguntando en su interior (digo en su interior porque yo asumo que ellos también encuentran feo eso de andar comparándose).
En fin, la mala suerte y las injusticias de la vida de las que todos nos hemos sentido víctimas en alguna oportunidad. Digo ‘todos’ porque el hecho de tener una vida privilegiada no lo libra a uno de ser envidioso; y puestos a comparar, siempre habrá alguien que esté en mejores condiciones que uno.
Lo terrible es cuando a la mala suerte originaria se añade la mala suerte derivada de la idiosincrasia. Ahí sí que la cosa se pone difícil y casi imposible de revertir.
Pienso, por ejemplo, en esa mala suerte del que no es apitutado y que no estudia el doble para sacarle ventaja al hijo del gerente. O en la de esa mujer que se queja porque el marido no la mira, mientras agrega tres kilos a cada año de vida. También en esa mala suerte del que no tiene espacio en el Mostrador para publicar columnas que nunca escribió ni envió al editor.
Es la misma mala suerte del futbolista, que a la parcialidad del árbitro suma noches de carrete durante las concentraciones. La del mapuche que recibió tierras de la Conadi pero que no pudo hacer nada con ellas porque no le dieron una retroexcavadora para trabajarlas. O la del que se le inunda la casa hace 15 años y que permanece a la espera de que se presente en su casa alguna autoridad, antes de mover un músculo para cavar una zanja en el antejardín.
Estoy hablando, en el fondo, de esos que tienen mala suerte al cuadrado y que se pueden reconocer en dos formatos: uno más tímido y otro más extrovertido.
Al más tímido, yo lo llamaría el ‘encogido de hombros’. Es el que cree que las ventajas comparativas de los otros son tan grandes, que no vale la pena tratar de alcanzarlos; el que no corre porque tiene las de perder en la carrera. Yo tenía un amigo que se ponía al lado del arco a la espera de ejecutar el gol. ‘Es que desde otra posición no tengo ninguna posibilidad’, decía con descaro. Pero el encogido de hombros no tiene ni esa astucia y ni esa humildad y prefiere en su situación quedarse en la banca.
Al desafortunado más extrovertido yo lo llamaría el ‘vociferante’, ese cuya frase típica es ‘no nos han dado solución’. Es el que ante las injusticias de la vida se dedica a clamar por justicia: al Estado, al cielo o a cualquiera que pueda saldar la deuda que considera la vida tiene con él. Su actitud no es muy elegante, pero es más eficaz que la anterior. El último Gobierno se dedicó a mimar a cualquiera que estuviera dispuesto a ponerse de víctima y Piñera lo hace también cuando no aplica en su Gobierno los mismos criterios educativos que usó con sus hijos (que aparentemente no son unos hijos de papá).
La cosa es que el ‘encogido de hombros’ renuncia a su libertad. No la usa porque anticipa que sus resultados no serán los esperados. El ‘vociferante’ exige condiciones extraordinarias para ejercerla y con eso pierde más de lo que gana. Ninguno de los dos ha caído en la cuenta de que para sacarle partido a la libertad hay que contar con las reglas de juego… y una de ellas es que la vida es injusta.
Por lo demás, es un hecho que de la mala suerte pueden surgir oportunidades, como la de los mineros atrapados; y es un hecho también que a veces la fortuna de un momento se desperdicia. El mejor antídoto parece ser el del esfuerzo.
A lo mejor es verdad lo que dice Schopenhauer, eso de que “la personalidad del hombre determina por anticipado su posible fortuna”.
¿Tendrá esto algo que ver con eso de ‘hacerlo a la chilena’?
miércoles, 27 de octubre de 2010
miércoles, 20 de octubre de 2010
Piñera en la mira (Publicado por El Mostrador)
Piñera ha pretendido un liderazgo como el de su antecesora sin renunciar como ella a la acción. Quizá sea por eso que hasta sus votantes le reprochen que no se le parezca. Parece que el estilo concertacionista caló hondo hasta en sus detractores.
Constantemente se le critica que no sea creíble. Que su retórica, sus gestos y hasta su sonrisa no causen simpatía. Pero esas ideas que repite hasta el cansancio: ‘hacer las cosas con sentido de urgencia’ o ‘recuperar la cultura del trabajo bien hecho’, se han demostrado, a la luz de su gobierno, como ideas que trascienden el eslogan de campaña. Capaz que sea más sincero y menos malo de lo que parece. Es que se perdió la costumbre de buscar en sus hechos la credibilidad de las personas.
No es casualidad que hasta sus asesores pensaran, cuando Piñera se puso en la primera línea del rescate a los mineros, que era temerario. Las posibilidades de que el accidente deviniera en tragedia eran altas, y les pareció irresponsable arriesgar tanto su capital político. Sin darse cuenta, quisieron repetir el estilo del que se hizo gala la noche del terremoto. Pero a un hombre de acción no se le puede pedir la cautela del empleado público o del intelectual.
Poco tiempo después, la crítica recayó en su sobreexposición. Ya no al riesgo, sino a las cámaras y al micrófono; y no precisamente por ese gusto aristocrático de cultivar el bajo perfil, sino justamente para que no le saliera el tiro por la culata.
Pero al que tuvo la valentía de dar la cara cuando lo previsible era un fracaso estruendoso, hay que perdonarle que la dé también cuando el éxito es rotundo. Heidegger dice que la fuente de las propias limitaciones es también la de las propias posibilidades: no hay que olvidarlo al momento de evaluar a una persona. Los méritos de Piñera no se pueden disociar de lo que por momentos molesta de él.
Más adelante, se pensó que arriesgaba la seguridad del rescate por no encamisar el túnel. No se le concedió el beneficio de la duda y se hizo un razonamiento absurdo: el mismo que puso seis sondas y elaboró no sé cuantos planes de rescate era el que asumía el riesgo de dejarlos a todos sepultados por el apuro de salir la foto. La verdad es que uno siempre se cree más inteligente que el resto, pero los antecedentes de Piñera dan como para pensar que está al mismo nivel que uno. En todo caso, es comprensible ser malpensado porque la Concertación hizo tanto corte de cinta de obras no terminadas, que esta premura se pensó como algo del mismo estilo.
Se dijo también que Piñera era personalista y pragmático. Pero al término del rescate hace en cámara un reconocimiento a Golborne, a Sougarret y a ¡Dios! Eso demuestra que el personalista sabe escoger a sus empleados y que reconoce también los méritos ajenos. ¿Qué tiene a Dios entre sus empleados? Es mejor que tenerlo de cesante por veinte años.
Además, el pragmático no hizo cálculos como los que se hubieran hecho en Méjico o en China. Su respeto por la vida es más real de lo que parecía en campaña. Y si hubo cálculos, al menos estuvieron bien hechos.
Los más picados le atribuyeron el éxito de esta empresa a la suerte. En una mala defensa, un momio dijo que tenía suerte porque se la merecía. Pero la verdad es que la suerte de Piñera tiene que ver con que no deja nada al azar. Hace todo lo que puede, y lo que no puede se lo pide a Dios. Así ¡quién no!
Piñera tiene las virtudes y los defectos del empresario, qué duda cabe. Hay que dejarlo ser como es y no encamisarlo a él en un modelo que no le queda bien. En una de esas, nos saca a todos del hoyo… también a quienes votamos por él a regañadientes.
Constantemente se le critica que no sea creíble. Que su retórica, sus gestos y hasta su sonrisa no causen simpatía. Pero esas ideas que repite hasta el cansancio: ‘hacer las cosas con sentido de urgencia’ o ‘recuperar la cultura del trabajo bien hecho’, se han demostrado, a la luz de su gobierno, como ideas que trascienden el eslogan de campaña. Capaz que sea más sincero y menos malo de lo que parece. Es que se perdió la costumbre de buscar en sus hechos la credibilidad de las personas.
No es casualidad que hasta sus asesores pensaran, cuando Piñera se puso en la primera línea del rescate a los mineros, que era temerario. Las posibilidades de que el accidente deviniera en tragedia eran altas, y les pareció irresponsable arriesgar tanto su capital político. Sin darse cuenta, quisieron repetir el estilo del que se hizo gala la noche del terremoto. Pero a un hombre de acción no se le puede pedir la cautela del empleado público o del intelectual.
Poco tiempo después, la crítica recayó en su sobreexposición. Ya no al riesgo, sino a las cámaras y al micrófono; y no precisamente por ese gusto aristocrático de cultivar el bajo perfil, sino justamente para que no le saliera el tiro por la culata.
Pero al que tuvo la valentía de dar la cara cuando lo previsible era un fracaso estruendoso, hay que perdonarle que la dé también cuando el éxito es rotundo. Heidegger dice que la fuente de las propias limitaciones es también la de las propias posibilidades: no hay que olvidarlo al momento de evaluar a una persona. Los méritos de Piñera no se pueden disociar de lo que por momentos molesta de él.
Más adelante, se pensó que arriesgaba la seguridad del rescate por no encamisar el túnel. No se le concedió el beneficio de la duda y se hizo un razonamiento absurdo: el mismo que puso seis sondas y elaboró no sé cuantos planes de rescate era el que asumía el riesgo de dejarlos a todos sepultados por el apuro de salir la foto. La verdad es que uno siempre se cree más inteligente que el resto, pero los antecedentes de Piñera dan como para pensar que está al mismo nivel que uno. En todo caso, es comprensible ser malpensado porque la Concertación hizo tanto corte de cinta de obras no terminadas, que esta premura se pensó como algo del mismo estilo.
Se dijo también que Piñera era personalista y pragmático. Pero al término del rescate hace en cámara un reconocimiento a Golborne, a Sougarret y a ¡Dios! Eso demuestra que el personalista sabe escoger a sus empleados y que reconoce también los méritos ajenos. ¿Qué tiene a Dios entre sus empleados? Es mejor que tenerlo de cesante por veinte años.
Además, el pragmático no hizo cálculos como los que se hubieran hecho en Méjico o en China. Su respeto por la vida es más real de lo que parecía en campaña. Y si hubo cálculos, al menos estuvieron bien hechos.
Los más picados le atribuyeron el éxito de esta empresa a la suerte. En una mala defensa, un momio dijo que tenía suerte porque se la merecía. Pero la verdad es que la suerte de Piñera tiene que ver con que no deja nada al azar. Hace todo lo que puede, y lo que no puede se lo pide a Dios. Así ¡quién no!
Piñera tiene las virtudes y los defectos del empresario, qué duda cabe. Hay que dejarlo ser como es y no encamisarlo a él en un modelo que no le queda bien. En una de esas, nos saca a todos del hoyo… también a quienes votamos por él a regañadientes.
miércoles, 13 de octubre de 2010
Libertad de expresión ¿Quién tiene la razón? (Publicado por El Mostrador)
Hace poco escribí una columna titulada ‘Mapuches malcriados’. Los que la leyeron ¡hasta mis amigos! consideraron que había abusado de mi libertad de expresión. Es verdad que las ideas expuestas en ese texto no representan más que a la mitad del país, pero eso no justifica un repudio unánime de mi texto. Quizá la reprobación haya tenido que ver con la forma en que fue escrito…
La cosa es que ese repudio me permite escribir hoy con la tranquilidad de que lo que diré, a propósito de la libertad de expresión, será materia de amplio consenso. Porque aparentemente todos estamos de acuerdo en que la libertad de expresión tiene límites y sobre todo, en que esos límites rigen también para el humor (aunque yo sería bastante más estricta que la mayoría al momento de conceder que algo pertenece a ese género).
Lo difícil es marcar el límite en un caso concreto. Por ejemplo: yo considero que llamar ‘malcriado’ a un delincuente es bastante suave porque asocio ese adjetivo a la inocencia de la infancia. Otros lo consideran ofensivo. ¿Quién tiene la razón?
Justamente ayer hablaba sobre los límites del humor con un amigo liberal, tan liberal que no parece de izquierda; me decía que el humor es una creación cultural que está fuera de toda norma moral. Según él, el hecho de querer decir algo legitima cualquier forma que uno elija para hacerlo. Dos ideas conocidas; la primera, el fin justifica los medios; la segunda, el significado de una creación cultural depende sólo de la intención de su autor.
Yo, en cambio, no estoy tan segura de que el humor sea un recurso moralmente neutro. Tengo hartos hijos en edad escolar y me consta que el humor puede ser bastante cruel. Recuerdo a uno que sus compañeros llamaban el Pimienta, por negro, chico y picante.
Tampoco me convence eso de que cada uno determine el significado de lo que dice o hace. “Mamá, no estoy ensuciando la pared, estoy pintando”. Por lo demás, Wittgenstein ya habló de la imposibilidad de los lenguajes particulares.
Por eso, soy bien estricta con mis hijos y en su educación trato de poner algunos límites al humor como forma de creatividad infantil y para qué decir al relativismo de los significados.
Lo primero que les digo es que el humor no puede ser mentiroso. Como conservadora que soy, hacer una parodia de Allende en la que se exagerara su afición al trago y a las mujeres me parecería chabacano y ofensivo. Pero si esa misma parodia mostrara a Allende como pedófilo, ya no habría exageración sino distorsión de la realidad. De lo discutible se pasa entonces a lo inaceptable.
Lo otro que les digo a los niños es que el humor no puede ser irrespetuoso. Por último, porque así les impongo un desafío intelectual mayor.
La cosa no es tan difícil, pero para entenderla hay que salirse de la lógica de que mi libertad termina donde empieza la de otro. No se trata de eso. Los límites de la libertad de expresión no están dados por la sensibilidad de otro ante lo que yo digo (de lo contrario, se podría decir que está muy bien que todos se rían del tontito del curso, porque el tontito se ríe con ellos sin darse mucha cuenta de lo que pasa).
El problema de fondo es cómo se usa la libertad y cuál es la importancia que institucionalmente se le da, en una democracia, al tema del respeto.
Ahora, si de mí dependiera y fuera parte del CNTV, la sanción habría sido por estupidez, pero ese derecho goza de suficientes garantías en nuestro país.
La cosa es que ese repudio me permite escribir hoy con la tranquilidad de que lo que diré, a propósito de la libertad de expresión, será materia de amplio consenso. Porque aparentemente todos estamos de acuerdo en que la libertad de expresión tiene límites y sobre todo, en que esos límites rigen también para el humor (aunque yo sería bastante más estricta que la mayoría al momento de conceder que algo pertenece a ese género).
Lo difícil es marcar el límite en un caso concreto. Por ejemplo: yo considero que llamar ‘malcriado’ a un delincuente es bastante suave porque asocio ese adjetivo a la inocencia de la infancia. Otros lo consideran ofensivo. ¿Quién tiene la razón?
Justamente ayer hablaba sobre los límites del humor con un amigo liberal, tan liberal que no parece de izquierda; me decía que el humor es una creación cultural que está fuera de toda norma moral. Según él, el hecho de querer decir algo legitima cualquier forma que uno elija para hacerlo. Dos ideas conocidas; la primera, el fin justifica los medios; la segunda, el significado de una creación cultural depende sólo de la intención de su autor.
Yo, en cambio, no estoy tan segura de que el humor sea un recurso moralmente neutro. Tengo hartos hijos en edad escolar y me consta que el humor puede ser bastante cruel. Recuerdo a uno que sus compañeros llamaban el Pimienta, por negro, chico y picante.
Tampoco me convence eso de que cada uno determine el significado de lo que dice o hace. “Mamá, no estoy ensuciando la pared, estoy pintando”. Por lo demás, Wittgenstein ya habló de la imposibilidad de los lenguajes particulares.
Por eso, soy bien estricta con mis hijos y en su educación trato de poner algunos límites al humor como forma de creatividad infantil y para qué decir al relativismo de los significados.
Lo primero que les digo es que el humor no puede ser mentiroso. Como conservadora que soy, hacer una parodia de Allende en la que se exagerara su afición al trago y a las mujeres me parecería chabacano y ofensivo. Pero si esa misma parodia mostrara a Allende como pedófilo, ya no habría exageración sino distorsión de la realidad. De lo discutible se pasa entonces a lo inaceptable.
Lo otro que les digo a los niños es que el humor no puede ser irrespetuoso. Por último, porque así les impongo un desafío intelectual mayor.
La cosa no es tan difícil, pero para entenderla hay que salirse de la lógica de que mi libertad termina donde empieza la de otro. No se trata de eso. Los límites de la libertad de expresión no están dados por la sensibilidad de otro ante lo que yo digo (de lo contrario, se podría decir que está muy bien que todos se rían del tontito del curso, porque el tontito se ríe con ellos sin darse mucha cuenta de lo que pasa).
El problema de fondo es cómo se usa la libertad y cuál es la importancia que institucionalmente se le da, en una democracia, al tema del respeto.
Ahora, si de mí dependiera y fuera parte del CNTV, la sanción habría sido por estupidez, pero ese derecho goza de suficientes garantías en nuestro país.
miércoles, 6 de octubre de 2010
Familias de mineros demandan ¡al Estado! (Publicado por El Mostrador)
Hay cosas que son de mal gusto y la demanda al Estado por parte de algunas de las familias de los mineros es una de ellas. El hecho de que esa acción tenga asidero legal no es razón suficiente como para llevarla a cabo, a menos que uno piense que la única medida de una acción sea la de su legalidad.
La cuestión es compleja. Lo que hay que determinar es quién es el responsable del accidente, y luego cuáles son los daños y perjuicios que se derivaron de él a fin de que el culpable compense a los afectados por la vía de una indemnización.
En primer lugar se apunta contra los dueños de la mina por el hecho de no haber cumplido con ciertas medidas de seguridad perfectamente determinadas y conocidas. Aparentemente hay razones como para atribuirles esa responsabilidad. La pregunta es ¿cuánta? Porque si ninguna empresa de la mediana minería cumple con las normas establecidas, eso podría ser un atenuante para los dueños de la empresa (no un eximente). Mal de muchos, consuelo de tontos. Puede ser, pero si se trata de hacer justicia, no parece justo cargar a una empresa con todo el peso de no haber cumplido con normas que nadie cumple y que nadie tampoco se encarga de hacer cumplir.
En segundo lugar, cabe preguntarse también por la responsabilidad de los mismos trabajadores. La oferta laboral en la zona y en el rubro no es escasa. Eso podría dar pié para pensar que les cabe también alguna responsabilidad por trabajar en condiciones que sabían riesgosas. A fin de cuentas, el primer llamado a cuidar de la propia vida es uno mismo. Este argumento es discutible cuando el afectado no está al tanto del riesgo al que se expone o cuando la necesidad es tan extrema que le priva de la posibilidad de elegir. Habría que determinar si éste es el caso.
En tercer lugar, cabe preguntarse por la responsabilidad que tiene el Estado en todo esto. Hay antecedentes como para pensar que, al menos en parte, la tiene. Un acto directo de un funcionario del Sernageomin habría permitido la reapertura de la mina, pese a no cumplir con requerimientos que supuestamente eran condicionales de esa reapertura.
Pese a todo, no deja de parecerme antiestético que las familias de algunos de los mineros entablen contra el Estado una acción legal de esa naturaleza. Es el mismo Estado el que no ha escatimado en medios (ordinarios y extraordinarios) en lo que se refiere al rescate propiamente tal y a la protección física, psicológica y espiritual tanto de los mineros atrapados como de sus familias. Distinciones de índole jurídica podrían justificar la acción, lo sé. Y por eso mismo digo que la acción legal en cuestión es de mal gusto y no improcedente.
De mal gusto, también, porque el millón de dólares no los paga Moya ni una piñata estatal cuyos fondos caen de cielo, sino del bolsillo de cada uno de los chilenos, esos que a diario le dan al fisco un 19% de lo que gastan. También de los del profesor que salvó a los niños del campamento de perder el año escolar, del que depositó dinero en la cuenta que va en beneficio de las familias de los trabajadores atrapados, del que les llevó pescados y mariscos, del empresario que puso a disposición del rescate sus máquinas y sus empleados. Y de tantos otros que por razones de espacio no puedo mencionar.
Es de mal gusto morder la mano que a uno le da de comer, es contrario a los buenos modales que son, como dice Burke, más importantes que la ley.
La cuestión es compleja. Lo que hay que determinar es quién es el responsable del accidente, y luego cuáles son los daños y perjuicios que se derivaron de él a fin de que el culpable compense a los afectados por la vía de una indemnización.
En primer lugar se apunta contra los dueños de la mina por el hecho de no haber cumplido con ciertas medidas de seguridad perfectamente determinadas y conocidas. Aparentemente hay razones como para atribuirles esa responsabilidad. La pregunta es ¿cuánta? Porque si ninguna empresa de la mediana minería cumple con las normas establecidas, eso podría ser un atenuante para los dueños de la empresa (no un eximente). Mal de muchos, consuelo de tontos. Puede ser, pero si se trata de hacer justicia, no parece justo cargar a una empresa con todo el peso de no haber cumplido con normas que nadie cumple y que nadie tampoco se encarga de hacer cumplir.
En segundo lugar, cabe preguntarse también por la responsabilidad de los mismos trabajadores. La oferta laboral en la zona y en el rubro no es escasa. Eso podría dar pié para pensar que les cabe también alguna responsabilidad por trabajar en condiciones que sabían riesgosas. A fin de cuentas, el primer llamado a cuidar de la propia vida es uno mismo. Este argumento es discutible cuando el afectado no está al tanto del riesgo al que se expone o cuando la necesidad es tan extrema que le priva de la posibilidad de elegir. Habría que determinar si éste es el caso.
En tercer lugar, cabe preguntarse por la responsabilidad que tiene el Estado en todo esto. Hay antecedentes como para pensar que, al menos en parte, la tiene. Un acto directo de un funcionario del Sernageomin habría permitido la reapertura de la mina, pese a no cumplir con requerimientos que supuestamente eran condicionales de esa reapertura.
Pese a todo, no deja de parecerme antiestético que las familias de algunos de los mineros entablen contra el Estado una acción legal de esa naturaleza. Es el mismo Estado el que no ha escatimado en medios (ordinarios y extraordinarios) en lo que se refiere al rescate propiamente tal y a la protección física, psicológica y espiritual tanto de los mineros atrapados como de sus familias. Distinciones de índole jurídica podrían justificar la acción, lo sé. Y por eso mismo digo que la acción legal en cuestión es de mal gusto y no improcedente.
De mal gusto, también, porque el millón de dólares no los paga Moya ni una piñata estatal cuyos fondos caen de cielo, sino del bolsillo de cada uno de los chilenos, esos que a diario le dan al fisco un 19% de lo que gastan. También de los del profesor que salvó a los niños del campamento de perder el año escolar, del que depositó dinero en la cuenta que va en beneficio de las familias de los trabajadores atrapados, del que les llevó pescados y mariscos, del empresario que puso a disposición del rescate sus máquinas y sus empleados. Y de tantos otros que por razones de espacio no puedo mencionar.
Es de mal gusto morder la mano que a uno le da de comer, es contrario a los buenos modales que son, como dice Burke, más importantes que la ley.
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