jueves, 3 de diciembre de 2009

Niños de hoy, republiqueta de mañana

Que Chile es una republiqueta y la presidenta una vecina envidiosa…
Si no fuera por una desafortunada coincidencia, estas declaraciones no me habrían preocupado en lo más mínimo. Siempre he pensado que a los chilenos nos vendría bien experimentar los rigores de una guerra.

Pero ocurre que este episodio, fresco en mi memoria todavía, coincidió con una visita que hice con los niños a algunos buques de la Armada. En todos se leía la misma inscripción “O vencer o morir”. No había nada que temer- pensaba la ingenua- hasta que uno de ellos tuvo la osadía de decir: “Yo diría, o vencer o rendirse”.

Fue entonces cuando la idea de la guerra perdió todo su carácter ideal.
A estos cabros les hago asados con empanadas todos los 18, los disfrazo de huasos, les explico en detalle lo que celebramos ¡Todo para que salgan con un comentario digno de hijo de progre!

Es que en el colegio les hablan tanto del cumpleaños de Chile en esos días, que es difícil sacarles de la cabeza la idea de que la patria no es una especie de súper piñata, de la que caen dulces no se sabe muy bien por qué.

Yo espero, francamente, que este sea un problema doméstico y no social, porque si ésa es la mentalidad de los futuros soldados ¡Sálvese quién pueda!

Y es que claro, cada vez que Chile invierte en defensa aparece algún politicastro diciendo que es más urgente hacer un hospital; la última vez estaba por convencerme del argumento viendo uno atochado de enfermos esperando su turno con paciencia infinita. Pero asaltaron a mi vecino, contraté alarma y cerco eléctrico, y acabé aplaudiendo la compra de los aviones.

Para los niños la cosa no es tan simple, en todo caso. Es que son demasiado ingenuos, como si no hubieran oído hablar del pecado original; entonces esto de electrificar la casa les pareció escandaloso. Al punto de que el Negro tuvo que intervenir: “Niños, la mamá no quiere electrocutar a nadie, solo quiere evitar visitas indeseadas”. Como es una idea simple, cualquier niño la entiende (y los míos con mayor razón).

Por otra parte, han oído hablar tanto de sus derechos, que al final se creyeron el cuento. Derecho a jugar, derecho a ensuciarse, derecho a que no les llegue una palmada cuando se la merecen. En fin, yo creo que hasta los príncipes de Mónaco tienen menos conciencia de sus privilegios que ellos.

Parece como si nadie les hubiera dicho nunca que tenían el deber de ayudar en la casa, alegan maltrato infantil cuando lo hago; o de estudiar para que no sean unos buenos para nada, reclaman violencia psicológica. Es que oyen las promesas de los candidatos y luego se las hacen cumplir a uno “¿No era que ‘vamos a vivir mejor’?”. De ser de mi autoría, ese eslogan tendría un condicional: “Vamos a vivir mejor si nos sacamos la mugre, y ni siquiera así podemos estar seguros” (si la oyeran a uno los candidatos).

En fin, puede que sean cosas propias de la edad, pero cuando les dije que debían defender a la patria hasta con su vida si hiciera falta, me llamaron abortista, y eso sí que no puedo aceptarlo ¡72 meses de mi vida en estado interesante, y abortista!

Es verdad que siempre acaban por entender lo que les digo, pero me inquieta eso de que tengan a flor de piel el discurso emancipador.
Después de esta experiencia traumática decidí hacer un test en la universidad para ver si descubría en ese grupo humano algo así como un germen de heroísmo. Mal que mal, la guerra es una posibilidad menos remota de lo que era hace algunos años; pero los resultados fueron peores y me temo que más irreversibles.

Resulta que se me acercó un alumno para decir que no podía rendir el examen en la fecha prevista desde el inicio del curso “por razones de fuerza mayor”. Estaba pronta a concederle un trato excepcional, hasta que me dijo que la razón de fuerza mayor era un viaje familiar a un resort all include en Miami. Ya me lo veo a ése en la trinchera.

Otro me pidió que cambiara la hora del examen porque quería ir con una niña a su fiesta de graduación. Evidente, el examen era al día siguiente y estaría exhausto. Como soy mujer alegó toda clase de razones sentimentales que estuvieron a punto de desarmarme, desde su interés por la susodicha hasta mi falta de consecuencia con el principio de misericordia. Pero me lo imaginé ante un tribunal de guerra ofreciendo esa clase de razones, y por compasión no cedí.

Lo peor de todo fue lo que me dijo una alumna: “Con esta carrera uno no tiene tiempo para nada”. Después de fumar con ella un cigarro, comprendí que “nada” equivalía a “tiempo para carretear durante la semana”. Claro, es que de tanto oír esto de la “red de protección social”, la gente se está imaginando la vida como una especie de cama saltarina.

Si la cosa sigue así, las palabras de Alan serán proféticas, y en pocos años capaz que lo que nos quede sea realmente una republiqueta.

jueves, 12 de noviembre de 2009

Marco, mi contradicción vital

Necesito una catarsis, y una columna se presta para eso porque uno siente cuando la escribe que le habla a todo el mundo y que todo el mundo le oye, aunque no haya nadie que la lea.

En fin, mi problema es que experimento una contradicción vital con Marco: ningún argumento de los que oigo en su contra me parece válido, pero una ultraconservadora como yo simplemente no puede darle su voto, por último por una cuestión de etiquetas.

Es verdad que él acepta complaciente el calificativo de metrosexual, pero si de eso se trata no hay por quién votar, porque varios candidatos se sometieron ya al arte de la restauración (a juzgar por las apariencias, la vanidad dejó hace tiempo de ser un defecto que los hombres quieran disimular).

Oigo decir también que su discurso es pura retórica, pero lo dicen justo aquellos que siguen empeñados en hablar con una sutileza que nadie entiende (típico de conservador). No me parece justo culparlo a él de que nadie nos comprenda mientras estamos obcecados en argumentar como se hacía en las escuelas medievales.

Que sea intolerante me parece además bastante discutible. Es verdad que es un poco fuerte decir que uno aborrece a Juan Pablo II simplemente porque no comparte sus ideas, pero nunca ha sido fácil distinguir a la persona de lo que ella hace (o piensa), y nosotros ni siquiera lo intentaríamos si no fuera por el cristianismo. Además, no hay que ir por el mundo ahora pidiendo tolerancia, porque como dice el refrán “Dime qué pregonas y te diré de qué careces”.

Sobre su conflicto con eso de ser chileno, no pienso que todos tengan que ser patriotas de nacimiento. A mí también me violenta mi nacionalidad cuando señalizo para cambiar de pista y el de atrás acelera. O cuando una amiga me dice que pasó una liposucción por una apendicitis. O cuando alguien que no sea el Negro me dice “mi reina” o “mi amor” (y cuando se lo digo yo a él, se ríe porque hablo como vendedora). En fin, hay cosas que me dan vergüenza ajena, pero con Chile es como con mis hijos, que no puedo dejar de quererlos; pero Marco vivió fuera mucho tiempo y sus conflictos son comprensibles.

En suma, Marco me inspira simpatía por su gracia y su convicción, y si no fuera por eso del “progresismo” de que se jacta, le daría mi voto.

Es que no sé bien a qué se refiere esa palabra, es tan ambigua que no entiendo por qué los candidatos pelean por ella como si fueran minutos gratis en el noticiero. Pero eso es en parte responsabilidad nuestra. Si no fuéramos por la vida con complejo de bicho raro, no nos sentiríamos agredidos cuando nos llaman conservadores, y la palabra progresista no tendría el estatus que tiene hoy.

A mí la idea de avanzar (o de progreso) me encanta, siempre que lo que haya al frente no sea un precipicio (y que no se trate de mi edad), pero tengo aprehensiones serias sobre el lugar de destino de los cambios que se están proponiendo.

Yo feliz si el Negro me cambia el celular por una Blackberry, o el equipo de música por un Ipod, pero no me va a convencer de oír un reggaetón en vez de una tonada, ni de comer kétchup en vez de pebre. Es como si me dijera que me va a cambiar a mí por una que no tenga fatiga de material. Yo me iría con cuidado con esos eslóganes de cambio, porque a las mujeres al menos nos perjudican bastante.

Por lo demás, la sensibilidad del chileno es cada día más fina para todo eso que los conservadores queremos preservar. Sin ir más lejos, el tema de la familia está pegando tan fuerte que hasta hay una campaña de adopción de quiltros callejeros; para qué decir el matrimonio, que se ha vuelto una especie de fijación obsesiva para los que no quieren casarse. Y el respeto por la vida es tan irrestricto, que no falta hasta el que defiende al pudú de sus depredadores. Marco se comprometió de hecho a evitar el exterminio de animales, y con eso se anotó otro punto conmigo.

En fin, hay que ser miope para no ver que si hay momento de la historia propicio para defender los principios conservadores, es justamente éste.

Lo que pasa es que los conservadores somos románticos por naturaleza, lo que nos falta es liberarnos del estilo inglés que nos caracteriza, medio acartonado. Quizá habría que generar un híbrido que tuviera el ímpetu, la convicción y la valentía de Marco con las ideas de un conservador. Algo así como un conservadorista-progresista. Así quedaría resuelta mi contradicción vital.

No sé, capaz que el síndrome de conservadora culposa que tenía mutó en el de votante autoflagelante. Dicen por ahí que esas cosas no son tan fáciles de sanar, pero tampoco ayuda mucho que los que se supone me representan sean una especie de conservadores metamorfoseados, sin la gracia de Marco ni la fuerza de nuestras ideas. Si el Negro se decidiera a ser candidato, otro gallo cantaría.

sábado, 10 de octubre de 2009

Soy conservadora ¡y qué!

El tema de esta columna seré yo misma. Es mi tema favorito, aunque puede no ser de interés general. Pero hay que ser honesta con quien vaya a leerme, aunque sea para que lo haga con todos los prejuicios que vienen al caso.

Me pareció poco elegante, sin embargo, presentarme a mí misma y un amigo progre se ofreció para hacerlo. Transcribo a continuación las primeras líneas de su texto:

“No sabría si llamarla conservadora o fundamentalista. Está casada y tiene 8 hijos, cosa muy sospechosa. En lenguaje actual diríase que es ‘cuica’ o ‘pelolais’, si no fuera porque ya no tiene edad para esto último. En su defensa suele citar a Napoleón, quien dijera: ‘Sobre todo no tengáis miedo del pueblo. ¡Es más conservador que vosotros!’. Su visión del matrimonio y del trabajo de la mujer es absolutamente machista. Hay conservadoras renovadas en este sentido, pero ella no es una de esas. El problema no es tanto su conservadurismo, como su pretensión de imponérselo a sus vecinos. Debo reconocer, en todo caso, que es bastante buenamoza, o al menos eso es lo que ella cree, a fuerza de oírselo repetir a su marido, a quienes todos acusan de poco objetivo”.

Me siento tan bien retratada, que no sé si haga falta decir algo más.
Para empezar, mi amigo progre dice que soy una conservadora, aunque asumirlo haya sido parte de un proceso de sanación. Yo era lo que un psicólogo llamaría una conservadora culposa, hasta que comprendí que cada progre lleva también dentro de sí un pequeño conservador; por ejemplo, cuando defiende a brazo partido la identidad de alguna etnia para evitar que su cultura sea absorbida por el desarrollo. En el fondo, tenemos la misma causa, sólo que la mía es menos altruista, porque se trata de mi propia identidad, no de la de otros.

También puede haber una cuestión de esnobismo en esto de ser conservadora. La palabra progresista me hace pensar en los que pretenden llevar la dinámica de la moda a las cosas de fondo, y como no me gusta hacer de frívola, me voy al otro extremo. No todo tiene una explicación racional, hay también una cuestión de gusto en esto (En todo caso, y si se piensa más a fondo, también es cierto que los progre están un poco démodé. El siglo XX con sus horrores mostró que el progreso humano tiene una lógica particular, muy diferente a la del progreso en ámbitos como el tecnológico, por ejemplo. Parece difícil hablar de obsoleto en el mismo sentido).

Lo segundo que mi amigo progre dice de mí es que estoy casada y que tengo ocho hijos, y que eso le parece sospechoso; no se me hubiera ocurrido pensarlo así, si no fuera porque hace poco una señora bien mayor me desconcertó cuando me aconsejó después de enterarse de que tenía muchos hijos que pusiera la tv en el dormitorio. “Santo remedio, mijita”, me dijo. Me costó entender por qué me hablaba de remedio y cuál era la enfermedad en cuestión ¡Por suerte mis niños no la oyeron! Traté de ser amable porque algunos maridos pueden ser menos atractivos que un plasma, pero el mío… no iba a refregárselo en la cara.

Por lo demás, lo que les pasa a los progre con las familias grandes es bien comprensible: como esperan mucho tiempo para tener un hijo, porque tienen cosas más importantes y urgentes que hacer (destruir los fundamentos de toda una civilización y buscar unos nuevos resulta agotador, de sólo pensarlo), cuando llega la criatura, viene a ser como la guinda de la torta. Y entonces, se ven sometidos a la dictadura de un pequeño tirano ¡Qué ironía!

A mí, en cambio, se me quedó grabado para siempre el jingle de la campaña del no, y lo tengo como principio educativo porque puedo aceptar muchas cosas, pero no dictadores en mi casa. Así es que se los canto siempre: “Porque sin la dictadura, la alegría va llegar, porque creo en el futuro, vamos a decir que no”. Entonces la cosa no es tan difícil como parece. Yo mando y ellos obedecen; si no quieren, mano firme. Y a las 9, toque de queda.

Con un poco de orden, las familias grandes son viables; la cosa se complica con la democracia. Anoche, mi hija de 4 años me dijo: “Mamá, hay 8 votos a favor de que veamos una película, y 2 en contra” (el de mi marido y el mío), pero como el asunto no era grave, primó la opinión de la mayoría.

Lo que de frentón no entiendo es por qué los progre no se ponen las pilas; a este ritmo el mundo estará plagado, en pocos años, de pequeños conservadoritos.

Pero he hablado de mis hijos, y no de mi marido, que a fin de cuentas tiene harto que ver en todo esto. Yo diría que el Negro (que así llamo yo al afortunado), es simplemente un hombre, si no fuera porque ese concepto es bien ambiguo hoy. Él no hablaría jamás de su lado femenino, que prefiero no conocer en caso de que exista. Y no me haría la ‘concesión’ de dejarme pagar la cuenta a medias en un restorán ¡Definitivamente no entiendo a las mujeres que vociferan pidiendo igualdad; a este paso, nos vamos a quedar sin ningún privilegio! No seguiré, porque podría parecer que le hago a mi marido un elogio fúnebre y eso también levantaría sospechas.

Mi amigo progre dice también que mi visión del matrimonio y del trabajo de la mujer es machista, pero yo creo que me tiene que perdonar ese defecto; es el único y es además bien comprensible ¿Qué mujer que estuviera casada con el Negro, y fuera objeto constante de sus atenciones, se pondría a enarbolar la bandera del feminismo? Ninguna, puedo asegurarlo.

Una amiga me decía a propósito de esto que yo era una individualista, que era bien cómodo para mí no involucrarme en la causa feminista. Decidí colaborar, pero en la prevención del problema y le prometí un libro de autoayuda. Espero escribirlo cuando termine mi tesis doctoral sobre Heidegger.

Respecto de mi opción preferente por el trabajo de la casa, también debo sincerar las cosas, porque no vamos a decir que sea muy meritoria. Mis posibilidades de trabajo están en colegios o universidades, sobrepobladas de gente no tan inteligente como cree serlo. Entonces, no hay dónde perderse: prefiero los propios. Y a Heidegger puedo resistirlo, pero a lo más media jornada y puertas afuera.

En eso de que quiero intervenir en lo que hace el otro con su vida, mi amigo progre tiene toda la razón, no podría ser de otra manera. Es una cuestión de empatía. A mí me importa lo que haga el vecino, y a mi vecino le importa lo que hago yo. Si no, pregúntenle a él qué piensa de las evidencias orgánicas que deja mi perro en su jardín, o de esos sutiles roces que mi auto le ha hecho al espejo del suyo. En fin, los progre me recuerdan a esas señoras que detienen su auto en medio de la autopista y que creen que todo está en regla porque prendieron las luces intermitentes. Pero bueno, ellos no son el tema de esta columna, quizá de una próxima…