Absolutamente predecible. Nada
que el sentido común no pudiera anticipar. Eso es lo único sensato que se puede
decir de las acreditaciones fraudulentas; por eso la sorpresa de algunos es
ridícula y el escándalo de otros, farisaico. Porque la sola existencia de una
entidad ‘acreditadora’ de la educación es de por sí absurda; que esa
institución no consiguiera los objetivos para los que fuera creada (y que algunos
de sus funcionarios fueran cómplices de un engaño) no tiene, por tanto, nada de
extraño.
Sí. La existencia de una Comisión
Nacional de Acreditación es absurda; porque para cumplir una función de esa
naturaleza- supuesto que fuera posible- lo primero que se tiende a hacer es algo
que va en desmedro de la educación: estandarizar. Y aunque la uniformidad pueda
ser funcional para los efectos de medir, y en apariencia ofrezca un criterio
perfecto de objetividad para hacerlo, atenta en este caso contra lo mismo que
se quiere conseguir.
Las instituciones acreditadoras,
las pruebas de selección múltiple, la PSU, el Simce y en general todos los
mecanismos de medición ‘objetiva’ confabulan contra la educación, y están lejos
de ser algo accidental al problema de fondo que de hecho tenemos… la
proliferación de niños y de jóvenes idiotas.
La existencia de una Comisión
Nacional de Acreditación es absurda, insisto. No solo por lo que ya se ha
dicho, que es suficiente, sino también porque para poder acreditar algo así
como la calidad de una institución de educación, se necesitarían competencias
bastante peculiares y escasas ¿O alguien creía realmente que este grupo de
individuos que dedicaba su tiempo a emitir certificados se parecía en algo al Consejo
de Ancianos de la Antigua Grecia? ¿Quiénes son, realmente, estos funcionarios
públicos? ¿Qué méritos objetivos pueden acreditar, ya que tienen autoridad para
acreditar a otros? ¿Era posible pensar, por un minuto siquiera, que podían
hacer bien su trabajo solo porque disponían de un Checklist perfectamente estandarizado para darle o no humo blanco a
las instituciones de educación?
Por otra parte, y dejando de lado
las competencias profesionales que muy probablemente no tienen para hacer lo
que se supone que hacen ¿Hay alguna razón para suponer que los acreditadotes
tienen una probidad moral que de antemano se le niega a los acreditados? ¿En
virtud de qué un funcionario público estaría, a diferencia de un privado
cualquiera, libre de la tentación de sacar provecho personal de un negociado? ¿O por qué una mayor estatización
del mecanismo podría garantizar que no se repita lo ocurrido?
Es absurda la existencia de la
CNA, es ridícula la sorpresa y farisaico el escándalo ante la noticia de
cohecho. Las propuestas de solución, por su parte, son irrisorias: la idea de
resolver el problema pidiendo certificación internacional podría ayudar en algún sentido, pero subsistiría el
problema de fondo, que no es el fraude.
Era obvio que podía ocurrir, era
obvio que de hecho ocurría, y si hubo quienes jamás lo sospecharon o que no
entendieron esta columna, será porque no tenemos educación de calidad…