viernes, 30 de noviembre de 2012

Era Obvio... (Publicado por El Mostrador)


Absolutamente predecible. Nada que el sentido común no pudiera anticipar. Eso es lo único sensato que se puede decir de las acreditaciones fraudulentas; por eso la sorpresa de algunos es ridícula y el escándalo de otros, farisaico. Porque la sola existencia de una entidad ‘acreditadora’ de la educación es de por sí absurda; que esa institución no consiguiera los objetivos para los que fuera creada (y que algunos de sus funcionarios fueran cómplices de un engaño) no tiene, por tanto, nada de extraño.

Sí. La existencia de una Comisión Nacional de Acreditación es absurda; porque para cumplir una función de esa naturaleza- supuesto que fuera posible- lo primero que se tiende a hacer es algo que va en desmedro de la educación: estandarizar. Y aunque la uniformidad pueda ser funcional para los efectos de medir, y en apariencia ofrezca un criterio perfecto de objetividad para hacerlo, atenta en este caso contra lo mismo que se quiere conseguir.

Las instituciones acreditadoras, las pruebas de selección múltiple, la PSU, el Simce y en general todos los mecanismos de medición ‘objetiva’ confabulan contra la educación, y están lejos de ser algo accidental al problema de fondo que de hecho tenemos… la proliferación de niños y de jóvenes idiotas.

La existencia de una Comisión Nacional de Acreditación es absurda, insisto. No solo por lo que ya se ha dicho, que es suficiente, sino también porque para poder acreditar algo así como la calidad de una institución de educación, se necesitarían competencias bastante peculiares y escasas ¿O alguien creía realmente que este grupo de individuos que dedicaba su tiempo a emitir certificados se parecía en algo al Consejo de Ancianos de la Antigua Grecia? ¿Quiénes son, realmente, estos funcionarios públicos? ¿Qué méritos objetivos pueden acreditar, ya que tienen autoridad para acreditar a otros? ¿Era posible pensar, por un minuto siquiera, que podían hacer bien su trabajo solo porque disponían de un Checklist perfectamente estandarizado para darle o no humo blanco a las instituciones de educación?

Por otra parte, y dejando de lado las competencias profesionales que muy probablemente no tienen para hacer lo que se supone que hacen ¿Hay alguna razón para suponer que los acreditadotes tienen una probidad moral que de antemano se le niega a los acreditados? ¿En virtud de qué un funcionario público estaría, a diferencia de un privado cualquiera, libre de la tentación de sacar provecho personal de un  negociado? ¿O por qué una mayor estatización del mecanismo podría garantizar que no se repita lo ocurrido?  

Es absurda la existencia de la CNA, es ridícula la sorpresa y farisaico el escándalo ante la noticia de cohecho. Las propuestas de solución, por su parte, son irrisorias: la idea de resolver el problema pidiendo certificación internacional podría ayudar  en algún sentido, pero subsistiría el problema de fondo, que no es el fraude.

Era obvio que podía ocurrir, era obvio que de hecho ocurría, y si hubo quienes jamás lo sospecharon o que no entendieron esta columna, será porque no tenemos educación de calidad…