miércoles, 28 de marzo de 2012

Lamento decirlo, pero la desigualdad no es un problema (Publicado por El Mostrador)


La desigualdad no es un problema: por sí sola y en sí misma no es un problema; y es lamentable que me vea obligada a recordárselo a la gente de derecha que- cual socialista- alza los ojos al cielo y llama ‘inaceptable’ lo que no pasa de ser un dato.

Un dato que habla de un país libre donde las cualidades personales, la educación recibida, el trabajo y el esfuerzo propio, e incluso la suerte, le permiten a alguien situarse en una posición mejor que la de los demás. Interpretación que avala el hecho de que EEUU- el país llamado ‘de las oportunidades’- lleve la delantera en materia de desigualdad, al menos respecto de Europa que está en plena decadencia con su famoso Estado de Bienestar.

La desigualdad no es un problema y me atrevo a decir más: en principio, es un buen síntoma. Síntoma inequívoco de libertad y de que en un país existen las condiciones y los incentivos necesarios como para que esforzarse tenga algún sentido; incentivo que, por lo demás, es el único capaz de garantizar que las cosas anden bien y que no dependamos (como de hecho lo hacemos) del precio del cobre.

La conclusión práctica es obvia:  si la desigualdad no es un problema, ella no es nada a lo que haya que darle solución. Nada, por tanto, que justifique hacer repartijas de la torta en términos distintos. Eso ya trató de hacerlo Allende con la tierra y ahora Piñera con los impuestos, y el resultado no cambiará la vida de nadie. Entre 1967 y 1973 una sociedad muy ideologizada creyó que la razón de la pobreza, de la inequidad y del subdesarrollo estaba en la propiedad agrícola. Cuarenta y cinco años después, esa misma sociedad cree que las cosas cambiarán radicalmente por una reforma de la estructura tributaria.

La desigualdad no es un problema, pero si en su medición uno se encuentra con que el número de los que viven en la pobreza extrema es muy alto; o si constata que los más ricos son siempre los mismos, es evidente que hay uno más o menos serio. Un problema que, en todo caso, se llama inequidad y que no tiene nada que ver con la desigualdad. “Inequidad”- repita conmigo si es de derecha- “inequidad” y no “desigualdad”. Inequidad bastante relativa, en todo caso, si se piensa que muchas de las grandes fortunas de este país pertenecen a inmigrantes que llegaron con una mano por delante y otra por detrás.

Inequidad que, por lo demás, tiene su origen en la existencia de privilegios garantizados por ley o, lo que es o mismo, en regulaciones mal hechas que impiden el funcionamiento natural del mercado… como la prohibición de la venta de remedios en los supermercados o el congelamiento del parque de taxis.  En lo que usted considera injusto, entérese de un vez por todas, mucha más responsabilidad tienen los políticos que el empresariado.

Por eso, si algo tiene que hacer el Estado con la inequidad, es garantizar la libertad; y no borrar los resultados evidentes que de ella se derivan, que son, por definición, “desigualdades”; o si prefiere, diferencias asociadas a la forma en que la libertad se ejerce.

Sapelli lo dijo hace algunos días y lo demuestra con números en su libro: tenemos diagnósticos equivocados que inducen a preguntas y respuestas equivocadas. Por eso me permito insistir: la desigualdad no es un problema; y de serlo, es insoluble. Bueno es que los políticos de derecha se den por enterados para tratar de resolver los que sí existen.

martes, 20 de marzo de 2012

¿Que no fueron veinte años de socialismo? (Publicado por El Mostrador)


COLUMNA ESCRITA CONJUNTAMENTE CON ENRIQUE ALCALDE R.

Hace dos columnas atrás, uno de nosotros habló de “como 20 años de socialismo acabaron por hacer del ciudadano un perfecto señorito”. Las críticas no se hicieron esperar y llegaron esta vez del editor del mismo medio que la publicó: “Se pierde credibilidad con esa afirmación… los Gobiernos de la Concertación no fueron gobiernos socialistas”.

La crítica nos pareció frívola: que Lagos haya concesionado carreteras o que Bachelet haya tenido a un ex alumno de Harvard a cargo de la economía no es suficiente como para negar esa afirmación. El socialismo en su versión original hace ya rato que dio muestras de inviabilidad, y lo que queda de esa ideología no es la oferta de un modelo alternativo al libre mercado, sino la propuesta de una visión del hombre y de la sociedad que sigue perfectamente operativa.

La inconsistencia del socialismo en el plano de la cultura demorará aún en hacerse evidente; pero ése es su destino inexorable porque paradójicamente, para que el socialismo funcione, el ciudadano promedio no puede ser socialista. Si llega a serlo pierde (supuesto que alguna vez la tuvo), esa capacidad creativa que le permite generar riqueza y de la que el socialismo no puede prescindir, aunque le pese.

El socialismo tal y como se da hoy no es un modelo económico, es un ethos. Y nos guste o no, es el que identifica el alma nacional y el que explica esa inclinación universal a pensar el Estado como una entelequia - por completo ajena e independiente de los individuos que la integran - y a suponer que los problemas sociales solo pueden ser resueltos por su voluntad ordenadora. De ahí que el socialismo profese al Estado una veneración profundamente religiosa.

Hija del socialismo es también esa tendencia de nuestro ciudadano promedio a identificar sus necesidades (e incluso sus deseos) con ‘derechos’ que el Estado le debe garantizar; así como la ingenuidad de no preguntarse por el costo de esas garantías.

En este afán, no es extraño que el socialismo alcance el paroxismo en la prostitución del lenguaje y, por ejemplo, invoque a la manera de un dogma conceptos como el de ‘justicia social’, concibiéndola como patente de corso para reclamar ‘derechos’ sobre lo ajeno. Claro, para ello se desconoce que la injusticia, para ser tal, debe tener su origen en la voluntad humana y no en la naturaleza. Injusticia que, por cierto, el ‘iluminado’ que encarna el Estado está llamado a corregir. Así, el pobre pasa a ser acreedor del rico quien, por el mero hecho de serlo, se convierte automáticamente en deudor suyo.

La fe ciega en el poder redentor de las leyes caracteriza también la mentalidad socialista: por eso, ellas no solo aumentan en número, sino que extienden cada día más su ámbito de injerencia. Y si antes la ley se pensaba para evitar excesos que hicieran imposible la vida en sociedad, hoy apunta a resolver los errores capitalistas en que incurrió el Creador.

Socialista es la condena moral al lucro, al mercado y la siembra generosa de cizaña contra el empresariado. Promover un cambio de paradigma por uno aparentemente menos economicista, y reducir la propuesta ‘alternativa’ a la mera repartición de la torta ¡también es socialista! Para qué decir la tendencia creciente a la victimización y a pensar que todo aquello que se sufre es resultado de cualquier cosa, menos de la propia responsabilidad.

¿Que no fueron veinte años de socialismo? Nosotros pensamos que sí ¿Qué el actual Gobierno es de derecha? Responder esta pregunta justifica una próxima columna…

martes, 13 de marzo de 2012

Usted miente (publicado por El Mostrador)


Usted miente cuando dice que alguien se opone al aborto porque trata de imponer sus creencias religiosas. Como es obvio, no hace falta ser conservador ni cristiano para ser contrario al asesinato. Que haya un mandato divino que prohíbe matar no es razón para pensar que quienes adhieren a él son sólo los que tienen fe. Y si usted es de los que se llena la boca con la sigla DDHH, tenga a bien, por favor, incluir la vida de los no nacidos dentro de esos derechos, como una cuestión básica de consistencia, digo yo…  

Usted miente también, cuando dice en Chile las mujeres embarazadas no pueden recibir tratamientos para una enfermedad (tratamientos que pueden causar la muerte del hijo que lleva dentro). Eso existe ya hace mucho tiempo en este país, y bueno sería que si quiere debatir sobre el aborto, lo haga sobre la base de la verdad y no tratando de confundir a la opinión pública, proponiendo dilemas que en realidad no existen.

Usted miente, cuando llama terapeútico al aborto de un niño enfermo. Eso no es ningún acto de sanación, sino un procedimiento destinado a matar a un ser humano, en el cual  la madre (y principalmente los que lo practican) se atribuyen el derecho a decidir sobre qué vidas merecen ser vividas y cuáles no… al más puro estilo nazi ¿O de verdad cree usted que una sociedad puede llamarse democrática si le da a unos el derecho a decidir sobre la vida de otros?

Usted miente cuando llama agresor al fruto de la violación de una adolescente. Ese niño que ha venido al mundo en las peores condiciones que cabe imaginar, es también una víctima. Y cargar a la madre, por el resto de sus días, con la culpa de haber puesto fin a la vida de su criatura, solo aumenta la cadena del horror.

Miente también, cuando habla del embarazo como de una enfermedad. Se trata de nueve meses en los que la mujer puede hacer una vida bastante normal y después de los cuales está en condiciones de decidir, si lo estima conveniente, entregar a su hijo en adopción ¡Nueve meses!, a cambio de que una sociedad no incluya dentro de sus derechos el de matar a inocentes. ¿Que serán difíciles o traumáticos? Puede ser, pero nunca más difíciles ni traumáticos que cargar de por vida con el peso de haber matado a un hijo.

Usted miente o quizá se engaña pensando que las injusticias de la vida se pueden evitar borrando las consecuencias de ciertos actos: embarazos no deseados, frutos de un descuido o del abuso de alguien de la misma familia, resultados de una violación; hijos enfermos a los que habrá que cuidar por el resto de la vida o que no vivirán más de unas horas después de haber nacido. Tragedias humanas ante las cuales uno se pondría de rodillas…  

Usted miente y simplifica las cosas a niveles absurdos, cuando dice que el aborto es la respuesta y la solución a todo ese drama humano.

jueves, 8 de marzo de 2012

El señorito de Aysén (publicado por El Mostrador)


Poco importa si las demandas de Aysén son o no legítimas. Que haya razones estratégicas para favorecer a la población de las zonas extremas del país o que la necesidad de descentralizar sea objetiva, no justifican nada de lo ocurrido en la Región.

Porque quien pide beneficios de la sociedad  pasando a llevar normas básicas de convivencia social, pierde ipso facto (y por esa sóla causa) el derecho a ser atendido en sus demandas. La razón es simple: uno no puede situarse en la frontera exterior de la institucionalidad y pedir desde ahí derechos que solo pueden existir a su amparo.

Poco importa también si el apoyo al movimiento es o no mayoritario.  Solo una gobierno bananero resuelve sus conflictos al vaivén de la simpatía popular. Los regímenes democráticos mínimamente serios operan sobre la base de principios que trascienden la siempre circunstancial opinión de la mayoría ¡Ése es el sentido de tener una Constitución!

La legitimidad de las demandas, el apoyo ciudadano que pueda tener el movimiento, Aysén…todo importa poco.

Lo realmente importante es que la opinión pública llame ‘ciudadano’ a un movimiento cuyos mecanismos de presión son ilegales y que ya carga sobre sí con dos muertos; y que esa misma opinión pública hable de ‘represión’ cuando el Gobierno cumple el mandato constitucional de hacer respetar el orden público.

Lo que importa de verdad es que haya un funcionario público que estime oportuno ingresar a un retén de carabineros para ‘dar instrucciones’. Y que un Obispo celebre con entusiasmo la inversión del orden natural de las cosas, y se permita decir que “quien manda es  la ciudadanía”.

Por eso, no estoy hablando de Aysén, ni de lo que legítimamente esa Región pudiera pedir, estoy hablando de cómo 20 años de socialismo terminaron por hacer del ciudadano, un perfecto señorito.