miércoles, 18 de enero de 2012

Las empanadas del domingo (Publicado por El Mostrador)


La semana pasada esperaba mi turno para pagar unas empanadas en el local de la Nancy. En la fila, me antecedía uno que aparentemente debía alimentar a un regimiento: “Pago cincuenta”, le dijo a la Nancy mientras ella se quedaba mirándolo fijamente como a la espera de resolver un dilema imposible. Después de unos segundos y probablemente intuyendo ella que tenía enfrente a un genio matemático, oí que le preguntaba: “¿Cuántas docenas son cincuenta?”. “Cuatro y sobran dos”, le respondió él mientras ella no paraba de reírse y de celebrar la inteligencia de su cliente. “¡Qué inteligente es usted! ¡Qué inteligente!”.

Probablemente era la primera vez que se lo decían o simplemente fue la confirmación que necesitaba para estar seguro de que era cierto: el hecho es que el señor del regimiento sonreía complacido mientras yo (todavía a la espera de mi turno), me preguntaba qué se podía pensar de un país en el que una mujer ¡calculadora en mano! se veía superada por un problema como ése y celebraba con tal entusiasmo que alguien pudiera resolverlo.

Y es que en Chile la educación pública no da para tanto. Todos saben leer y escribir, pero no entienden lo que leen ni pueden redactar más que una lista de supermercado. Pueden sumar, restar, multiplicar y dividir, pero son incapaces de resolver problemas concretos que involucren esas operaciones. El chileno no es analfabeto, pero su educación es una herramienta inútil… lo mismo que la calculadora en manos de la Nancy.

Mientras tanto, la elite discute si se puede privar a los alumnos de una hora de historia; si los malos resultados del Simce en el aprendizaje del inglés no afectarán las proyecciones laborales de los estudiantes; si es el Estado o son los privados los que deben proveer de educación; si la segregación social no incrementa la falta de oportunidades de los más vulnerables. En fin, puras estupideces si uno entiende que se está hablando de cómo decorar una casa en ruinas.

Porque habiendo sido la educación el tema del año, nadie ha hecho hincapié en que finalmente el inglés, la historia, la música (y en general, todo lo que forme parte de la educación formal) son pisos que se construyen sobre los cimientos de esas cosas que antes se aprendían en la casa y que los ingenieros comerciales llaman, con esa vulgaridad que los caracteriza, ‘habilidades blandas’

Esas que le permitieron a la Nancy emprender un negocio con éxito y ganarse la vida a costa de trabajo y constancia. Esas mismas que hacen de sus empanadas las mejores que he comido y que pueden paliar los efectos de haber tenido a Gajardo como profesor de aritmética.

Porque si la Nancy fuera de esta generación, en vez de una fábrica de empanadas tendría su casa convertida en un puterío Y muy probablemente, habría pasado sus sesenta años reclamando indemnizaciones sociales por no saber cuántas docenas hay en cincuenta. Y en lugar de risas y aplausos, habría mirado a su cliente de reojo pensando en las oportunidades que él tuvo y a ella no se le dieron. Sería quizá una indignada, y las horas que hubiera pasado frente a la pantalla no le habrían dejado tiempo para poner las manos en la masa.

Y lo grave, lo realmente grave, yo no habría podido comer sus empanadas…

miércoles, 4 de enero de 2012

Un 23% de aprobación ¡Es mucho! (publicado por El Mostrador)


Yo estaría feliz si un 23% de los chilenos aprobara lo que hago. Incluso me sentiría muy satisfecha si ese porcentaje de respaldo lo encontrara entre mis amigos; pero ese mismo índice sería frustrante si hubiera pasado los últimos dos años de mi vida en busca permanente de popularidad. Frustrante, pero absolutamente predecible…
Porque cualquiera que superó la etapa escolar sin haber hecho de desadaptado, sabe que la aprobación popular es siempre un efecto indirecto, tanto más difícil de alcanzar cuanto más prioridad tiene en el orden de las intenciones. Porque querer que a uno lo quieran es tan natural, como natural es no querer al que va por la vida mendigando afecto, o al que busca amigos nuevos a costa de sacrificar a los que ya tenía. Y eso ¡precisamente eso! es lo que ha hecho Piñera: perder la fidelidad de los partidarios sin ganar a cambio el respeto de los adversarios.
La historia comenzó con Barrancones, cuando el Presidente demostró no entender que en un estado de derecho es mejor equivocarse al amparo de la institucionalidad que acertar al margen suyo. Lo que fue un telefonazo en el mundo del poder, se reemplazó luego por la toma en el del ciudadano.
Unos meses después, lo que comenzó como una concesión al movimiento estudiantil en el espacio público devino en debilidad- si no en cobardía- para defender la propiedad privada. En nombre del derecho a la educación se vulneraron derechos previos y fundantes, mientras el Gobierno demostraba incapacidad para mantener el orden público y, sobre todo, para defender los intereses de quienes no podían estar en la calle (muchos de ellos, estudiantes que aún no terminan el año académico).
En el plano de la ideas y cuando la satanización del lucro hizo furor, el Presidente no sólo perdió una preciosa ocasión para defender las ideas que se supone lo animan, sino que avivó el fuego prometiendo mayor fiscalización. Que el lucro no fuera ni la causa del problema ni el camino para resolverlo fue una idea que, simplemente, no fue capaz instalar.
Recientemente, lo que se prometió como un alza temporal de impuestos, se anuncia ya como un cambio definitivo. Y eso, mientras se discute una reforma tributaria que evidentemente no se explica por el deseo de los políticos de resolver todos los males de la humanidad (en cuyo caso se podría considerar la posibilidad de tocar las arcas fiscales), sino para satisfacer los deseos del pequeño resentido que cada uno lleva dentro.
Y mientras uno espera sin resultado que el Presidente que eligió diga que no es justo castigar el emprendimiento, y mucho menos pedir más cuando hay evidencia de que lo que llega al Estado se administra mal, ocurre que aparece uno de sus Ministros diciendo que el que tiene más debe dar más, como si por ley fuera posible imponer máximos morales. La agenda socialista marcando la pauta del Gobierno y, lo que es peor, impregnando su lenguaje.
En medio del caos, un Ministerio que no debería existir impulsaba medidas que fluctuaban entre el populismo (como la extensión del postnatal) y la estupidez (como la persecución penal a un twittero que, dicho sea de paso, constituye también un atentado contra la libre expresión).
En fin, la lista podría extenderse demasiado, pero sería solo para llegar a la misma conclusión. ¿23% de aprobación? No me parece poco, considerando que para los que votamos por él, su Gobierno ha sido francamente frustrante.

lunes, 2 de enero de 2012

Los buenos de siempre (publicado por El Mostrador)


La semana pasada el Partido Comunista envió condolencias a Corea del Norte por la muerte de King Yong Il, el mismo que mandó a matar a un ex jefe de finanzas del Partido Trabajador porque su política monetaria le pareció equivocada y cuya biografía cuenta que no defecaba (asumo que para minimizar la huella de carbono). Unos días antes, la Fundación Jaime Guzmán hizo algo equivalente a lo del partido Comunista al rendirle homenaje a Jaime Guzmán, el ‘ideólogo de la Dictadura’ según título honorífico concedido por la izquierda.

Y justo en medio, los buenos de siempre condenan una cosa y la otra desde una superioridad moral que merece todo mi respeto, porque esa capacidad de dejar caer juicios morales sobre todo lo que pasa por delante menos sobre sí mismo, es una habilidad que envidio.

Y es que las redes sociales han hecho costumbre discutir las cosas sobre la base de consignas y simplificarlas al punto de que diferencias evidentes parecen detalles irrelevantes. Maniatar a un hombre y ponerlo de boca en el suelo es una violación a los derechos humanos: si el que lo hizo es un ladrón que quiere desvalijar una casa o un hombre que se defiende de haber encontrado a un extraño en la suya, es algo secundario. Lo que importa es la materialidad de la acción y hacer otro tipo de consideraciones es- de acuerdo al estrito criterio moral de estos individuos- una manifestación imperdonable de relativismo moral.

Por eso, el Dictador que entregó el poder y en cuyo Gobierno se redactó una constitución democrática (más o menos perfecta, pero democrática), no se distingue para nada del Camarada que no tuvo opositores políticos porque todos ellos murieron.

Y no hay que asombrarse, porque ya es moda hacer condenas universales sin mayores precisiones. Condenas que se hacen en el teclado y a distancia, sobre cuestiones que ninguna incidencia práctica tienen sobre la propia vida, pero que sirven para ofrecer garantías absolutas sobre la probidad del que las hace. Es el patrón de conducta de los buenos de siempre, esos que se llaman defensores de los derechos humanos para distinguirse de personas como yo.

Lo paradójico es que cuando se trata del binominal o del mecanismo de reemplazo de los senadores, no hay uno sólo de estos puritanos- custodios del derecho de las personas- que condene a los que pasan a llevar la institucionalidad, el orden y la moral. En esos momentos, la relevancia de la acción pasa a ser secundaria y lo que de hecho ocurrió importa poco en comparación con el fin que supuestamente lo justifica.

Los buenos de siempre piensan en la acción humana como si ella fuera una foto. Las circunstancias que la rodean, el fin que tiene, la intención que movió al agente, son complejidades que no caben en 140 caracteres, y por eso su discurso público se reduce siempre a una toma de  posición más visceral que racional y sobre todo, ultra sentimental.

Los buenos de siempre son, por ejemplo, los que piensan en el Gobierno de Pinochet como un gran efecto sin causa; los que no tienen reparo en negarle a algunos el derecho a defensa y los que dictan sentencia contra otros mucho antes de que hayan sido sometidos a juicio.

Y no relativizo… más bien cuestiono a los absolutistas de lo relativo; a esos que pasan por alto cualquier matiz a la hora de evaluar las cosas; a los que tienen siempre la razón; a los que dicen ‘nunca más’ con los ojos en blanco mientras piden perdón por cosas que hicieron otros; a los mismos que no dudan en tachar de tonto o de malo al que no piensa como ellos.

En algún momento los buenos de siempre fueron mayoritariamente democratacristianos, pero claramente el mal es contagioso porque hoy se los puede encontrar en el Partido Socialista, en el PPD, en RN y la UDI, entre los pseudoliberales y quién sabe si con un poco de esfuerzo no se da con uno de ellos también en el Partido Comunista. Como sea, es un grupo que yo no quiero integrar.