miércoles, 27 de abril de 2011

Fuera del closet (publicado por El Mostrador)

Esta semana la inicié leyendo una columna que me dejó optimista http://www.elmostrador.cl/opinion/2011/04/25/ateos-fuera-del-closet/. Se trataba de una exhortación que hacía su autor a ateos y agnósticos a perder el complejo de serlo; y a aprovechar las circunstancias aparentemente desfavorables que vive la Iglesia, para demostrar que la integridad moral no tiene por qué pensarse como patrimonio exclusivo de quienes profesan un credo. Y aunque sea paradójico, los beneficios que se pueden derivar del caso Karadima pueden ser extensivos también para la Iglesia; porque digámoslo claro, la publicidad de los hechos no la daña más que lo que ya la dañaba el que estuvieran ocurriendo.

Porque si ser católico- como dice Bellolio- deja de ser una buena carta de presentación, una credencial de irreprochable conducta moral, es bastante probable que se produzca al interior de la Iglesia una purificación que era necesaria. Y para una institución cuyos fines no son temporales, es una ventaja que la pertenencia a ella no sea funcional a fines que no le son propios; no es casualidad que los períodos más fecundos de la Iglesia no hayan sido aquellos en los que ella gozó de mayor poder temporal, sino justamente esos en los que fue víctima de despojos.

Y si hasta ahora ser católico era bien visto y era posible serlo a la manera propia, la falta de dividendos sociales que hoy reporta llamarse creyente tenderá a disminuir el número de los que reducen el cristianismo a la parte que más les acomoda. Ni el sacristán embobado por el cura, ni el moralista que levantaba la voz sólo para denunciar los pecados de la cama, ni el que reducía el cristianismo a una doctrina social tendrán incentivo ahora para lucrar personalmente a costa de la Iglesia.

Desprovistos de todo lo accidental, a los cristianos no les queda más remedio entonces que volver a lo esencial. Recuperar el centro será lo primero. Evitar desfiguraciones y reduccionismos, lo segundo.

El caso Karadima ayudará a entender la función del sacerdote en su sentido original como la de un intermediario y cualquier pretensión de otro tipo de parte suya será interpretada como un acto usurpatorio. La moral se comprenderá en su verdadera dimensión, como medio para un fin diferente y superior, dada por la vocación del cristiano al amor. Y los pobres serán atendidos en nombre de Cristo y no en lugar suyo. Y que sea así es bueno no solo para ateos y agnósticos, sino primera y principalmente para los creyentes.

Por otra parte, si hasta ahora hubo unos pocos que creyeron podían encontrar en el sacerdocio un refugio seguro para ocultar tendencias homosexuales, pedofílicas o megalómanas, para quienes tengan esas inclinaciones ese lugar es hoy el menos seguro, porque serán de antemano objeto de sospecha.
         
Que Karadima saque del closet a ateos y agnósticos no es problema alguno, porque con ellos saldrá también lo mejor de la Iglesia.

jueves, 21 de abril de 2011

Te mentí (publicado por El Mostrador)


Pocos días atrás fui a buscar a mi hijo Manolito al Jardín. Cuando llegué, la “tía” me contó que el crío había prometido portarse bien y no arrancarse de la sala, promesa que evidentemente olvidó pocos segundos después. El hecho es que antes de que yo pudiera ponerlo a salvo, la susodicha interpeló a Manuel en mi presencia: “Prometiste portarte bien y volviste a salir de la sala sin permiso”, le dijo. Mi hijo entonces se quedó mirándola con los ojos bien abiertos y le dijo sin mayores escrúpulos: “Te mentí”. Así de simple, así de claro.

No es que yo quiera legitimar la conducta de Manuel y mucho menos ponerla de ejemplo, pero en realidad él no mintió, solo prometió lo imposible; y si la profesora le creyó fue porque no sabe lo que es un niño de tres años o simplemente porque quiere creer que lo que dice es cierto.

Algo parecido pasa con la política y explica parte de su desprestigio: que las expectativas que genera son tan desproporcionadas a su naturaleza, que inevitablemente acaba cargando con un muerto que no tiene por qué llevar.

Es cierto que no faltan los lúcidos que comprenden de antemano que la política puede hacer de todo, menos milagros. Son aquellos que con una alta dosis de realismo se manifiestan indiferentes frente a la política y sin preferencias electorales, sobre la base del argumento genial de que “total, uno igual va a tener que seguir trabajando”. Al resto de la población, en cambio, no está demás preguntarle si no ha puesto en la política y en los políticos, unas esperanzas desmedidas.

Porque yo al menos soy de las que piensa- como la Michelle- que no da lo mismo por quién votar, y las cifras indican que tuve razón en la preferencia que marqué hace poco más de un año. Pero es un hecho que por más que el Gobierno trabaje 24 horas diarias por 7 días a la semana, eso no hará un paraíso de la vida de los ciudadanos, sino a lo más un infierno de la vida de los funcionarios públicos.

Y peor todavía: el empeño será vano si los beneficiarios de esa hiperactividad gubernamental no comprenden que para aprovechar las oportunidades que da el Gobierno, ellos deben trabajar al menos 8 horas diarias durante 5 días de la semana. Es decir, si no comprenden que no hay milagros y que efectivamente, uno “igual tiene que trabajar”.

Porque la nueva forma de gobernar resuelve la mitad de los problemas, pero la otra mitad depende de cada uno… y ni siquiera tanto porque hay varios que no tienen solución. Y aunque hubiera sido impopular insistir demasiado en esta idea durante la campaña, ahora no queda más remedio que hacerlo. Por eso yo propongo que a la nueva forma de gobernar se añada una nueva forma de ser gobernado, porque como decía un amigo del Presidente: “Lo urgente ya está hecho, en lo necesario estamos trabajando, para los milagros falta tiempo”.

El hecho es que cuando la opinión pública evalúa bien a Golborne por su sonrisa encantadora y mal a Piñera porque la suya es tutankamónica, lo que hace es pedirle a la política y a los políticos más de lo que en realidad ellos pueden y tienen que dar ¡Igual que la profesora de Manolito!

Mi tesis, del todo original y quizá por eso profundamente equivocada, es que la explicación de todo radica en que la política ha pretendido ocupar el lugar de la familia y de la religión. Y puesta a cumplir esas funciones, su fracaso es inevitable y el juicio de la ciudadanía implacable.

Porque si no fuera por el síndrome de padre ausente que tiene el electorado, no se entiende que alguien pretenda que sea el Estado el que le quite a los niños el choripán de la boca; que sea el Estado el que les ponga el cinturón de seguridad; que sea el Estado el que releve a las mamás del cuidado de sus hijos porque el proveedor natural se desentendió de su obligación, que sea el Estado ¡en fin! no el que subsidie a la familia sino el que la reemplace. Porque hay que decirlo por impopular que sea: cuando hay familia, todas estas funciones las cumple ella. Nadie niega la necesidad de normar y de fiscalizar, la última crisis económica demostró la importancia del Estado en esta materia, pero los límites a los que se está llegando parecen rayar en lo absurdo. Y entonces pienso en Manuel y me pregunto si no sería más fácil decir “Te mentí” que alimentar esa idea ridícula de la política que instaló el socialismo y cuya inviabilidad ya se deja sentir en Europa.

Pero no conforme con reemplazar a la familia, la política ha querido también transformarse en un sucedáneo de la religión; y a falta de Dios, se espera encontrar en ella la cura de todo mal (una idea típicamente de izquierda). Al Presidente se le pide entonces que sea una especie de mesías, tipo Longueira; de sus formas se pretende que tengan una elegancia litúrgica, como las de Lagos; y  de su discurso, que esté a la altura de un relato teológico, como el de MEO. Y claro, Piñera será todo lo que se quiera pero de Pastor tiene bien poco y a mi juicio, para los efectos prácticos importa poco… salvo, claro está, porque viene otra elección.

Mi conclusión es que el problema no está en Piñera, ni en el relato, ni mucho menos en la severidad de la opinión pública, sino en las expectativas desmesuradas que generó la política hace ya muchos, muchos años, y cuyos responsables no están hoy en el Gobierno.

Que las cosas se pueden mejorar es obvio, pero esto no obsta para pedirle a políticos tipo Longueira que ¡por favor! pongan las cosas en su sitio y le den su real dimensión. Porque la promesa de la política de llevar al pueblo de Dios a una tierra prometida se demostró tan susceptible de ser creída como la de mi hijo Manuel y tiene más de placebo que de panacea. Y si analistas, columnistas y opinólogos todos manifiestan la ingenuidad de una parvularia…qué queda entonces para la ciudadanía.


miércoles, 13 de abril de 2011

Piñera columnista

Si Piñera me pidiera un consejo (la ventaja de escribir es que uno puede darlos sin recibir la solicitud), le diría que dedicara 6 meses de su vida a escribir columnas de opinión. Eso le obligaría a hacer cosas que nunca ha hecho y a entender una lógica que desconoce… la de la comunicación.

Obviamente para él se trataría de un ejercicio cuaresmal, porque de un momento a otro tendría que volverse un gozador de la vida. Fumar, comer alimentos altos en colesterol y disfrutar a concho de una sobremesa son vicios que necesariamente debe tener un buen columnista y que claramente Piñera no tiene. Y es que a fin de cuentas, una columna no es más que la réplica de una buena conversación y no de una clase magistral, como cree Squella.

La Cecilia tendría al respecto un bonito desafío: ayudarle a Sebastián a entender que para comunicar es más importante tener una vida placentera que una vida sana y que la eficiencia va casi siempre en desmedro del encanto. El problema es que a Piñera le aburren las personas y las atiende en la medida en que le son funcionales, y esa carencia es grave en un columnista. Una buena columna depende tanto de la inteligencia de quien la escribe como de su perspicacia psicológica, y en esa área el Presidente tiene una tara.

Pero en el oficio de columnista no todo para Piñera sería dificultad. Él tiene algo que debe tener también el que escribe: no deja a nadie indiferente. Despertar pasiones es imprescindible para quien quiere trasmitir ideas y aunque las pasiones que produce Piñera no sean de las mejores, eso es menos malo que dejar a medio mundo impávido… como le pasaría a Frei si hiciera el mismo ejercicio.

Piñera provoca como tiene que provocar un buen columnista, el problema es que no puede (como Carlos Larraín) hacer de la provocación una vocación. Porque si uno no es capaz de sacar del limón una limonada, acaba haciendo el ridículo y el ejercicio comunicacional se transforma en un uso caprichoso de la propia libertad.
Por eso mismo, el éxito de la provocación depende en buena parte de la capacidad de pasar a la etapa que sigue en la comunicación, como también del equilibrio entre lo que se muestra y lo que se oculta. Y aunque a Piñera le cueste un poco entender esto y sea algo así como un nudista comunicacional, con un buen taparrabo la cosa se puede arreglar. Obviamente, si se digna dejarse llevar por criterios ajenos del tipo “No muestre el papelito”.

Para que una columna funcione hace también falta una cierta dosis de audacia, de lo contrario pasa que uno se deja amedrentar por llamados como el que recibí yo la semana pasada, en que se me advertía de los costos que tiene mencionar a la familia Matte en una columna. Audacia y sobre objetividad para darse cuenta, por ejemplo, de que lo que pasa en Twitter no es lo que pasa en el Chile real. Es lo que habría que decirle a Eichholz cuando se pone muy amarillo y a Piñera cuando se deshace en explicaciones por un episodio como el del helicóptero, que por último habría podido servir para encariñarse con la torpeza de Piñera.

En fin, Piñera no es precisamente un averso al riesgo y por eso su mayor peligro está en su tendencia suicida. Hace poco escribí un texto sobre Guido Girardi que mi abogado vetó porque podía haber justificado una querella, pero publicarla me habría dejado sin trabajo, de modo que quedó en mi PC. Claramente, Piñera tiene también esta tendencia autodestructiva, pero los riesgos se minimizan bastante si uno tiene un par de buenos consejeros y sobre todo si se les hace caso.

Pero escribir una buena crónica implica también estar dispuesto a perder, y eso sí que le cuesta al Presidente. La Jacquie lo sabe por experiencia propia, y si no fuera porque ella no quiso aflojar oportunamente, no habría terminado pagando y haciendo pagar tantos costos. Es lo que le pasa también al columnista cuando quiere que todo sea ganancia, cuando a costa de matices lo que dice no tiene fuerza y cuando a fuerza de decirlo todo acaba diciendo nada. Es un error que comete Piñera en sus apariciones públicas y que no podría darse el lujo de cometer en sus columnas.

Pero el mayor desafío de Piñera como columnista es el que impone el tiempo; porque captar la atención una vez no cuesta nada, el problema es hacerlo sostenidamente. Y si uno se vuelve predecible en sus columnas y deja de sorprender, acaba por cansar como cansa Carlos Peña a fuerza de repetir siempre el mismo estribillo o Fernando Villegas a costa de hacer siempre de Contreras.

Dar consejos es, en todo caso, mucho más fácil que aplicarlos. Y un país gobernado por un columnista es francamente un lugar donde yo no querría vivir.






miércoles, 6 de abril de 2011

La GCU, gente como uno (publicado por El Mostrador)

Nadie que se precie de pertenecer a la aristocracia castellano vasca se comería un “completo”. Tampoco le diría a un colega “provecho” si éste se encuentra en su hora de su “colación” y muchos menos hablaría “del” Eleodoro o “del” Carlos. Y es que la elite criolla ha sido siempre muy cuidadosa de las formas… Todo indica- sin embargo- que la fronda aristocrática está sufriendo una crisis, porque de otra forma no se explican los hechos que últimamente han “marcado el acontecer nacional”.

Sí, porque los feligreses de la parroquia del Bosque no eran precisamente pobladores, como suelen llamar los periodistas a los habitantes de barrios o comunas marginales. No, ellos eran de la elite y muy probablemente tenían estudios universitarios; y aunque los estudios no sean suficientes como para adivinar lo que ocurre entre cuatro paredes, deberían haber servido como para cuestionar ciertas actitudes que se daban fuera de ellas. ¿Cómo se explica, por ejemplo, que a esa elite no le resultara sospechoso que un sacerdote católico aceptara complaciente que se lo llamara “el Santo” o “el Santito”? ¿Cómo se entiende que no cuestionara el carácter poco evangélico de unas prédicas inclinadas a la lisonja de los feligreses: “Ustedes, que son tan buenos porque vienen a Misa”? ¿Falta de formación, de cultura, de juicio crítico?

¡Qué queda, entonces, para el resto!

Me pregunto también cómo es que otro representante de la GCU no reparara en el significado que tenía hacer un llamado al Fiscal Nacional para pedirle, “simplemente”, que un proceso se desarrollara con celeridad. Es cierto que en Chile campea la gauchada, el pituto y la paleteada, pero quienes han (o hemos) tenido una vida llena de privilegios, dentro de los cuales el primero ha sido el de la educación, una distracción así es inaceptable; porque lo que está en juego es la igualdad ante la ley. Es verdad que el respeto por las formas ¡y por las instituciones! es un límite, pero también una garantía: la garantía de que el día de mañana ni uno ni sus propios hijos estarán sujetos a la arbitrariedad del poderoso de turno. Y si esto no lo comprende la aristocracia…

¡Qué queda entonces para el resto!

Lamentablemente, el caso de la JVR tampoco ha estado exento de espectáculo de parte de la elite criolla, porque hay que decirlo: ni Carlos ni Juan Antonio ni Jovino son precisamente de clase media. Que pudieran tener visiones contrapuestas sobre la manera en que se debía enfrentar la situación de la Intendenta no obsta para que se les hubiera podido exigir un poco de orden. No se trata simplemente de ayudar al Ejecutivo con las encuestas ni de eximirlo de conflictos, sino de respetar el principio de autoridad, indispensable en cualquier democracia. Obedecer, respetar los cauces naturales de discusión, evitar la tentación de conseguir victorias parciales con una cuña televisiva ¡cuesta! Cuesta, porque la GCU está acostumbrada a mandarse sola. Cuesta, porque concederse lujos es algo que no tiene para ella mayores consecuencias. Cuesta, porque experimentar la libertad de no depender de nadie es siempre muy agradable. Cuesta, pero si ella no lo hace…

¡Qué queda entonces para el resto!   

Si la famosa aristocracia, la GCU, la elite (o como se quiera llamar a ese grupo de privilegiados) no tiene un poco más de perspectiva; si no agudiza su percepción de los fenómenos culturales; si insiste en comportarse sin pensar en lo que pasaría si su conducta se transformara en un patrón social, bueno sería entonces que se dedicara a tomar “once”.

¡Chau, cuídense!